lunes, 27 de agosto de 2012

La máquina de la felicidad



La vida de Amparo estaba marcada por la temprana muerte de su madre que sufría una fuerte depresión y se suicidó a la edad de 45 años. Ni su padre, ni su hermano, ni ella pudieron hacer nada para ayudarla. Amparo se preguntaba a menudo cuáles podrían haber sido los motivos de su suicidio ¿Tendría su madre una vida oculta que ni su hermano ni ella conocían? ¿Sería la relación con su padre tan buena como parecía? Reiteradas veces había intentado hablar con su padre de este tema, pero él siempre repetía que la depresión era una enfermedad, como la gripe, que su madre la había contraído sin causa aparente, y que no tenía ninguna relación con ningún hecho de su vida. Durante los primeros años de la enfermedad su madre lloraba y se quejaba de la vida frecuentemente, pero luego simplemente callaba y rehuía cualquier contacto humano. Sus ojos, que antes irradiaban felicidad, se convirtieron poco a poco en pozos que conducían a la nada, a la ausencia de emoción, a la oscuridad. Su sonrisa desapareció para siempre y en su cara se perpetuó una mueca de dolor. Un día, hacía ya más de 30 años, se suicidó.

Su hermano y ella, de distintas maneras, habían dedicado su vida a luchar contra esa terrible enfermedad. Su hermano era payaso. Se esforzaba en recrear en los demás la risa que recordaba ver en su madre cuando él era niño, y que un día sin que nadie supiera el porqué desapareció para siempre. Amparo era médico y se había especializado en el tratamiento de las depresiones. Su objetivo era ayudar a tantas personas que sufrían la misma enfermedad que su madre. Junto con su marido, habían creado un tratamiento que combinaba la medicación con la realidad virtual. El tratamiento se basaba en proporcionar a los pacientes cinco minutos diarios de felicidad. Durante cinco minutos, conectados a la unidad de estimulación cerebral (eufemismo técnico para designar a la máquina que creaba la realidad virtual) el paciente vivía la vida que siempre soñó y experimentaba de nuevo las sensaciones más placenteras y los momentos más felices de su vida pasada. Estas vivencias eran capaces de proporcionar al organismo una enorme cantidad de endorfinas que mejoraban sensiblemente su estado de salud. El tratamiento inicialmente se aplicó sólo a pacientes con graves síntomas de depresión, pero pronto se empezó a utilizar para mejorar la calidad de vida de personas con minusvalías o con enfermedades que requerían una largo internamiento hospitalario. Recientemente se había empezado a utilizar con ancianos que ya no podían vivir de manera independiente y estaban recluidos en residencias. Durante cinco minutos, los ancianos volvían a ser jóvenes fuertes y osados, a disfrutar del amor, a abrazar a sus hijos o a jugar un partido de fútbol con los amigos. Los ancianos llamaban “la máquina de la felicidad” al milagroso artilugio y pronto se popularizó ese nombre entre todos los visitantes y trabajadores de la clínica.

Amparo siempre había sido feliz. El día que murió su madre se prometió a sí misma que, pasara lo que pasase, ella siempre sería feliz. Nunca se dejaría abatir por los problemas o desgracias que le sucedieran y aprovecharía todos los momentos para disfrutar de la vida. Como norma de conducta, todas las noches dedicaba unos minutos a recordar todo lo bueno que tenía y todo lo que le quedaba por conseguir. Ese carácter optimista la había hecho muy popular entre sus amigos y le proporcionada una fuerza casi ilimitada para la actividad física y el trabajo, lo que la había ayudado a alcanzar también importantes logros profesionales. Era, sin lugar a duda, un buen ejemplo de corazón y motor para todos los que la rodeaban.

Pero desde hacía algún tiempo Amparo pensaba con cierta preocupación en su futuro. Había llegado a esa edad en la que uno se pregunta si su vida ha sido tan buena como esperaba o si aún le queda algo por hacer. A esa edad, en que por primera vez se vislumbra el final del camino, ya queda menos trayecto por delante del que ya se ha andado y hay que empezar a administrar los recursos con sabiduría. Ya no se puede dejar nada para después. A pesar de su felicidad, Amparo se resistía a pensar que ya hubiera alcanzado la cima de su vida y quería encontrar un nuevo camino que recorrer, una nueva ilusión por la que luchar. Se le había ocurrido que la mejor manera de encontrarlo era conectarse a la “máquina de la felicidad”. La máquina le ayudaría a saber cual era la vida perfecta para ella, la vida que su subconsciente podría anhelar y que ella nunca se había atrevido a conocer. Por supuesto, esos pensamientos no podía comentarlos con su marido ni con sus hijos. No podía permitir que su familia pensara que ella no era feliz con ellos. Sólo se lo había contado a su mejor amiga, Carmen, que prudentemente le había aconsejado que no lo hiciera.

- Amparo, tu ya tienes la felicidad. No necesitas la máquina ¿No es mejor vivir de la realidad que de la ficción, aunque sea la creada por tu propio cerebro? - Los argumentos de Carmen eran razonables, pero no habían conseguido disuadir a Amparo que cada día se sentía más deseosa de probar sus cinco minutos de dicha. Además, como médico sabía que en el fondo todo lo que vivimos es en cierto modo nuestra ficción de la realidad ¿Por qué no ir un poco más allá?

Hoy Amparo cumplía 45 años y quería que fuese un día muy especial. A primera hora salió de su casa camino al trabajo después de dar un beso a su marido y a sus hijos. Cuando llegó a la consulta, aún no había nadie. La enfermera se había cogido el día libre para acompañar a su madre al hospital y los enfermos no comenzarían a llegar hasta las 10:00. A Amparo le gustaba llegar la primera a la clínica, así podía sentarse, tomar un café, leer el correo, y repasar los expedientes de los pacientes con tranquilidad y sin interrupción. Pero hoy no estaba concentrada en los expedientes médicos. Su pensamiento estaba junto a la “máquina de la felicidad” y la experiencia que con ella podría vivir. No haría daño a nadie. Serían sólo cinco minutos, luego volvería a su mesa, y continuaría con su trabajo como todos los días.

Amparo se levantó lentamente mirando hacia los lados, como para comprobar que nadie la observaba aunque sabía que la consulta estaba vacía, y se tumbó en el diván donde se les aplicaba el tratamiento a los pacientes. Programó la máquina para una sesión de cinco minutos y, con las manos temblorosas, la conectó. No sabía lo que iba a pasar. Tal vez apareciese en una playa del Caribe acompañada por un hombre joven y apuesto, o sería una escritora famosa firmando libros en unos grandes almacenes, o una heroína ayudando a los niños necesitados en el corazón de África. En cualquier caso, sabría qué es lo que más feliz la podría hacer en esta vida.

Sorprendentemente, lo que vio Amparo fue algo muy distinto. Se encontraba tumbada en la cama de un hospital rodeada de un hombre y dos niños que la observaban con ansiedad. La niña parecía mayor y agarraba la mano de su padre buscando protección. El niño, más pequeño, llevaba la cara pintada y un disfraz de payaso que le hacía parecer salido de una fiesta de cumpleaños. Su cara revelaba un sentimiento de preocupación que no lograban ocultar los colores del maquillaje. Pronto comprendió lo que estaba ocurriendo. Lo que había creído que era su vida, era en realidad su sueño de felicidad. Y lo que estaba viendo era su propia familia que esperaba mientras ella se sometía al tratamiento en “la máquina de la felicidad”. En ese momento empezó a recordar el profundo sufrimiento en el que llevaba viviendo desde hacía ya algunos años, las pastillas, las sesiones con el psicólogo, el sentimiento de impotencia y desesperación al verse incapaz de cuidar de sus propios hijos, y no pudo enfrentarse a la idea de volver. Reunió la fuerza y determinación que le habían proporcionado sus cinco minutos de felicidad, contuvo la respiración y murió antes de la desconexión. Años después su hija fundó una clínica destinada al tratamiento de enfermedades mentales.