martes, 1 de mayo de 2012

Gafas para no ver

Todos parecían felices. Hablaban, reían, se abrazaban, y lo que es más difícil, sonreían cuando nadie les miraba, sonreían en ese instante fugaz en que nuestra cara pierde su carácter de máscara social para reflejar angustia. “¿Qué pasará?”- pensó Luisa - “Tal vez ellos no sepan nada de la crisis económica, tal vez a ninguno le hayan bajado el sueldo, tal vez no tengan noticias del hambre en África, ni de tantos enfermos.” Luisa continuó llenando las copas de tan ilustres comensales. Se movía grácil y silenciosamente entre ellos escuchando sus animadas conversaciones y mirando con fascinación sus alegres semblantes. Ninguno de ellos advertía la presencia de la triste intrusa que repartía licores y canapés. Los rápidos y atareados pasos de Luisa trazaban caminos invisibles para los invitados. Al terminar el ágape, todos aplaudieron y el anfitrión repartió unas divertidas gafas como recordatorio de tan memorable noche. Las gafas eran negras para dar un aspecto misterioso al portador, y tenían una inscripción en la patilla “Gafas para no ver” . Luisa robó unas para llevárselas a sus hijos. Al salir se las puso y empezó a caminar sonriendo. -“Ahora lo entiendo todo”- murmuró para sí. Desgraciadamente, las gafas no pudieron evitar el dolor y la pobreza que le esperaban en su humilde hogar.

Acto terrorista

Rosa esperaba sentada en el coche. Miraba fijamente el móvil fingiendo responder un SMS inexistente. Varios coches patrulla la rodearon. Matemática de formación, y con una incapacidad de todos conocida para las actividades artísticas, Rosa se sentía fascinada por el mundo del arte y por cualquiera de las personas que demostrasen cierto talento. Tal vez por eso, ese Lunes, mientras esperaba a sus hijos sentada en un discreto café, cuando Pablo se acercó a ella y le declaró su amor, lejos de turbarse, pensó que por fin el destino estaba dispuesto a regalarle algo. Regalarle, sí, porque hasta entonces nadie la había regalado nada. Se había pasado la vida estudiando carrera y oposiciones, para acabar obteniendo una plaza de profesora en el Instituto de Enseñanza Secundaria “Miguel de Cervantes”, situado no muy lejos del lugar donde nació. No había llegado muy lejos – pensaba a menudo mientras caminaba por delante de la casa de sus padres camino del IES Miguel de Cervantes-. Nunca había sido la ganadora de un sorteo, ni la poseedora de un boleto premiado de lotería, ni siquiera había conseguido ninguno de los libros que sorteaban en la parroquia cuando era niña. Hasta la relación con su marido, lejos de ser un flechazo, fue el fruto de una premeditada, insistente y generosa persecución a la que ella lo sometió pacientemente durante el último año que ambos pasaron en la Universidad. Su marido, hombre cabal, finalmente apreció la tenacidad, fidelidad y amor incondicional de una mujer tan discreta y entregada. Pero esta vez las cosas iban a ser distintas. Esta vez era el amor el que llamaba a su puerta. Pablo era el único hombre que había apreciado su belleza, distinción e inteligencia sin necesidad de ningún esfuerzo extraordinario por su parte. Esta vez el azar había querido regalarle el más apasionado de los amores, siendo su amante el más fascinante de los hombres. La aventura que tanto deseó había llegado a su vida inesperadamente. Esta vez, había tenido suerte. Tal vez, por eso, cuando Pablo le declaró su amor, ella lo aceptó sin vacilar, sin preguntar nada, sin dudar. Pablo era un músico virtuoso. Durante sus conciertos Rosa lo admiraba sentada en su butaca de primera fila mientras la melodía parecía fluir de sus dedos enredados en aquel instrumento tan brillante. Sólo un hombre excepcional podía producir un sonido tan grandioso, y ese hombre se había ido a enamorar precisamente de ella, de una mujer prosaica, que nunca había sido demasiado guapa. Su pecho se henchía de dicha mientras secretamente se deleitaba con estos pensamientos. Pablo y ella habían pasado la semana conociéndose ávidamente. Y como colofón de unos días tan románticos, ambos habían acordado encontrarse en el hotel “Alfonso X el Sabio”. No podía ser de otra manera -pensó Rosa-. Pablo había elegido un hotel construido en honor a un rey sabio amante de la música y la poesía para albergar su apasionado amor. Esa mañana Rosa había comunicado en el instituto que no iría a trabajar alegando una consulta médica. A las 8:50, después de dejar a los niños en el colegio, cogió el coche de su marido y se dirigió a la cita. Había decidido no llevar el coche que solía conducir a su cita clandestina, así nadie sospecharía de ella si se cruzaba con algún conocido en la carretera. También desconectó el móvil, sería muy embarazoso tener que responder una llamada de su marido. Siempre podría decirle que se quedó sin batería. Rosa era una mujer de costumbres y en su rutina diaria no solía conducir por más de dos o tres calles diferentes, y pocas veces salía fuera de la ciudad. Pero ese día había que tomar una nuevo camino y nadie la iba a ayudar. Su corazón palpitaba acelerado por el miedo a perderse o a encontrarse con algún conocido que desbaratara su red de mentiras. Cuando llegó al hotel, el miedo y el sentimiento de culpabilidad habían alcanzado una intensidad difícilmente soportable y sus piernas temblaban lo suficiente como para no ser capaz de levantarse del asiento. Desorientada, sabiéndose en un lugar desconocido, decidió esconderse en la más recóndita plaza de aparcamiento y esperar allí a Pablo. Seguro que se sentiría más fuerte cuando Pablo apareciese. Sacó el móvil del bolso y lo comenzó a mirar con atención para que nadie pudiera verle la cara durante su ansiosa espera. A las 12:00 horas Rosa perdía la vida con la vista refugiada en la pantalla apagada de su teléfono móvil y ajena a todo lo que había pasado durante su ausencia. El coche en el que viajaba era buscado por la policía desde hacía horas. A las 9:00 de la mañana se recibió el primer aviso, una organización terrorista había colocado una bomba en el coche del concejal de cultura del ayuntamiento de Valladolid. Una vez informado, el concejal había comunicado a la policía que esa mañana el coche se lo había llevado su mujer. La policía había buscado el coche por los lugares más frecuentados por la señora Manzanares, el instituto donde impartía clases, el colegio de los niños, el supermercado, incluso en el Centro de Salud. Pero esa mañana la señora de Manzanares había escogido una ruta diferente que nadie conocía. La policía dio orden de búsqueda del coche pero tardaron varias horas en encontrarlo. La tragedia no puedo evitarse. En la televisión, hablaba el esposo profundamente apenado “Ha sido culpa mía, esa bomba iba destinada a mí, nunca debí permitirle coger el coche oficial, pero era una situación excepcional, su coche estaba en el taller y ella tenía un compromiso ineludible, no se me ocurrió preguntarle a dónde iba, yo tenía una reunión importante y me fui muy deprisa esta mañana, la policía ha tardado mucho en localizarla. Y ahora …, está muerta. Ha sido mala suerte”. La noticia continuaba con la entrevista a un inspector de policía. Aún no se había detenido al autor o autores del atentado pero se sospechaba de un joven que recientemente acudía a la dirección del matrimonio para impartir lecciones de música a los niños.