viernes, 30 de noviembre de 2012

El pintor de cielos



Mario vivía en el último piso de un gran rascacielos en medio de la ciudad. A menudo miraba por la ventana para ver el los tejados de las otras casas y observar el cielo. Lo que más le gustaba a Mario era pintar cielos. Tenía una gran variedad de ellos y siempre los regalaba a su familia por Navidad. Papá prefería los cielos azules, luminosos, sin una sola nube. Ana, su hermana, siempre elegía los que estaban cubiertos por nubes blancas, filamentosas, como una hermosa cabellera. Mamá prefería las nubes redondas, esponjosas, blandas, como el algodón. Algunas veces, muy pocas, Mario se enfadaba y entonces pintaba cielos con nubes negras, de tormenta. Pero estos no le gustaban a nadie.

Los amigos preferidos de Mario eran los pájaros. En su azotea anidaban pájaros de todas las especies que con sus colores y cánticos le alegraban todas las mañanas y todos los atardeceres. El pájaro más grande de todos era la cigüeña Alberta que era casi tan grande como mamá. Mario, que no pesaba mucho, se montaba en su espalda y ambos sobrevolaban la ciudad. Cuando volaba, Mario se imaginaba que sus problemas se quedaban a pie de calle mientras él los saludaba desde lejos y se sentía muy feliz. A Alberta no le sentaba bien el frío y siempre se iba a Africa durante los inviernos dejando a Mario sin sus fabulosos vuelos. Pero ese año el invierno había sido muy cálido y Alberta se había quedado a su lado.

Pronto llegaría la Navidad y las calles ya estaban adornadas con luces de colores. Los árboles, los belenes, los villancicos y los grandes centros comerciales repletos de juguetes anunciaban que Papá Noel y los Reyes Magos estaban preparándose para su reparto de juguetes anual. Pero al contrario que la mayoría de los niños, Mario no se sentía feliz, más bien estaba preocupado. Una de las personas que más quería en el mundo, su abuelo, había estado muy enfermo ese año y Mario quería hacerle un regalo muy especial el día de Nochebuena, quería regalarle “el cielo más bonito del mundo”. Pero ¿cuál era el cielo más bonito del mundo? Desde su ventana sólo se veían cielos azules y grises. Tal vez en algún país lejano hubiera cielos extraordinariamente hermosos, con colores vivos como el rojo, rosa, violeta, verde, amarillo, marrón... que él nunca había visto. Si quería pintar el cielo más bonito del mundo, tendría que salir a buscarlo. Aunque le daba un poco de miedo, Mario decidió emprender tan arriesgada aventura a lomos de su amiga Alberta y el primer día de Diciembre salieron juntos a buscar el cielo más bonito del mundo. El corazón de Mario latía muy deprisa porque era él nunca había ido tan lejos, cuando Alberta, segura y majestuosa como la reina de los cielos que era, levantó el vuelo y puso rumbo a los lugares más alejados y exóticos.

El primer lugar que visitaron fue un extenso desierto. Desde lo alto, se veía un enorme mar de arena de color marrón. Todo estaba muy vacío. No se veía nadie a quien poder preguntar. Mario ya había decidido irse cuando, repentinamente, salió una graciosa lagartija de entre la arena.
  • Buenos días, señora lagartija- dijo Mario-. Estoy buscando el cielo más bonito del mundo ¿Lo ha visto usted?
  • Yo no sé mucho sobre el cielo. Generalmente estoy entre la arena, y solo salgo a la superficie de noche, cuando hace más fresco. Entonces el cielo es negro y está adornado con multitud de pequeñas luces brillantes. Es muy bonito.
  • ¿Pero nunca ha visto usted un cielo de color verde, rosa o marrón?
  • No, de noche siempre está negro.

Mario y Alberta dieron las gracias a la lagartija, se despidieron y volaron hacia la selva. Fue muy difícil encontrar un lugar para aterrizar en un sitio tan frondoso. Los árboles eran tan grandes que no dejaban que la luz del sol llegara al suelo.
  • Señora cacatúa – Mario se dirigía a un pájaro de bellos colores – dígame, ¿Qué colores tiene el cielo aquí?
  • Pues, a veces está azul, pero otras está cubierto de nubes. Cuando llueve, todo se vuelve gris.
  • ¿Y nunca está el cielo verde, amarillo, o rosa? - preguntó Mario.
  • Pues no, creo que no, aunque con tantos árboles es difícil verlo.

Mario y Alberta se alejaron de la señora Cacatúa un poco desilusionados por su nuevo fracaso y continuaron su viaje. Pronto se encontraron sobrevolando un gran océano.
  • ¡Peces del agua!, ¿Me oís? Soy Mario, y me gustaría saber cómo es el cielo aquí, en medio de este gran océano. ¿Qué colores tiene?
  • Glub, Glub, nosotros sólo vemos el cielo a través del agua. Es azul verdoso, con muchos reflejos brillantes. De noche, es negro. Glub, Glub. negro, de noche es negro. ¿Es ese el color que buscas?
  • No, ese color no me vale. Gracias de todos modos.

Mario estaba muy triste. Aún no había encontrado el cielo más bonito del mundo y se acercaba el día de Nochebuena en el que toda su familia se reunía a cenar y se intercambiaban regalos. Decidió volver a casa y regalar a su abuelo uno de los cielos grises que había pintado durante el otoño. Cuando Alberta comenzó sobrevolar el gran rascacielos, sus padres, su hermana Ana, su abuelo y todos sus pájaros lo estaban esperando en la azotea. Mario sintió una gran emoción al verlos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas, cayendo al asfalto como una suave lluvia. Fue entonces cuando salió el Sol y todos los colores se derramaron por el cielo formando un inmenso arco iris. Mario, con sus lágrimas, había pintado el cielo más bonito del mundo y toda su familia pudo disfrutar de él.

lunes, 27 de agosto de 2012

La máquina de la felicidad



La vida de Amparo estaba marcada por la temprana muerte de su madre que sufría una fuerte depresión y se suicidó a la edad de 45 años. Ni su padre, ni su hermano, ni ella pudieron hacer nada para ayudarla. Amparo se preguntaba a menudo cuáles podrían haber sido los motivos de su suicidio ¿Tendría su madre una vida oculta que ni su hermano ni ella conocían? ¿Sería la relación con su padre tan buena como parecía? Reiteradas veces había intentado hablar con su padre de este tema, pero él siempre repetía que la depresión era una enfermedad, como la gripe, que su madre la había contraído sin causa aparente, y que no tenía ninguna relación con ningún hecho de su vida. Durante los primeros años de la enfermedad su madre lloraba y se quejaba de la vida frecuentemente, pero luego simplemente callaba y rehuía cualquier contacto humano. Sus ojos, que antes irradiaban felicidad, se convirtieron poco a poco en pozos que conducían a la nada, a la ausencia de emoción, a la oscuridad. Su sonrisa desapareció para siempre y en su cara se perpetuó una mueca de dolor. Un día, hacía ya más de 30 años, se suicidó.

Su hermano y ella, de distintas maneras, habían dedicado su vida a luchar contra esa terrible enfermedad. Su hermano era payaso. Se esforzaba en recrear en los demás la risa que recordaba ver en su madre cuando él era niño, y que un día sin que nadie supiera el porqué desapareció para siempre. Amparo era médico y se había especializado en el tratamiento de las depresiones. Su objetivo era ayudar a tantas personas que sufrían la misma enfermedad que su madre. Junto con su marido, habían creado un tratamiento que combinaba la medicación con la realidad virtual. El tratamiento se basaba en proporcionar a los pacientes cinco minutos diarios de felicidad. Durante cinco minutos, conectados a la unidad de estimulación cerebral (eufemismo técnico para designar a la máquina que creaba la realidad virtual) el paciente vivía la vida que siempre soñó y experimentaba de nuevo las sensaciones más placenteras y los momentos más felices de su vida pasada. Estas vivencias eran capaces de proporcionar al organismo una enorme cantidad de endorfinas que mejoraban sensiblemente su estado de salud. El tratamiento inicialmente se aplicó sólo a pacientes con graves síntomas de depresión, pero pronto se empezó a utilizar para mejorar la calidad de vida de personas con minusvalías o con enfermedades que requerían una largo internamiento hospitalario. Recientemente se había empezado a utilizar con ancianos que ya no podían vivir de manera independiente y estaban recluidos en residencias. Durante cinco minutos, los ancianos volvían a ser jóvenes fuertes y osados, a disfrutar del amor, a abrazar a sus hijos o a jugar un partido de fútbol con los amigos. Los ancianos llamaban “la máquina de la felicidad” al milagroso artilugio y pronto se popularizó ese nombre entre todos los visitantes y trabajadores de la clínica.

Amparo siempre había sido feliz. El día que murió su madre se prometió a sí misma que, pasara lo que pasase, ella siempre sería feliz. Nunca se dejaría abatir por los problemas o desgracias que le sucedieran y aprovecharía todos los momentos para disfrutar de la vida. Como norma de conducta, todas las noches dedicaba unos minutos a recordar todo lo bueno que tenía y todo lo que le quedaba por conseguir. Ese carácter optimista la había hecho muy popular entre sus amigos y le proporcionada una fuerza casi ilimitada para la actividad física y el trabajo, lo que la había ayudado a alcanzar también importantes logros profesionales. Era, sin lugar a duda, un buen ejemplo de corazón y motor para todos los que la rodeaban.

Pero desde hacía algún tiempo Amparo pensaba con cierta preocupación en su futuro. Había llegado a esa edad en la que uno se pregunta si su vida ha sido tan buena como esperaba o si aún le queda algo por hacer. A esa edad, en que por primera vez se vislumbra el final del camino, ya queda menos trayecto por delante del que ya se ha andado y hay que empezar a administrar los recursos con sabiduría. Ya no se puede dejar nada para después. A pesar de su felicidad, Amparo se resistía a pensar que ya hubiera alcanzado la cima de su vida y quería encontrar un nuevo camino que recorrer, una nueva ilusión por la que luchar. Se le había ocurrido que la mejor manera de encontrarlo era conectarse a la “máquina de la felicidad”. La máquina le ayudaría a saber cual era la vida perfecta para ella, la vida que su subconsciente podría anhelar y que ella nunca se había atrevido a conocer. Por supuesto, esos pensamientos no podía comentarlos con su marido ni con sus hijos. No podía permitir que su familia pensara que ella no era feliz con ellos. Sólo se lo había contado a su mejor amiga, Carmen, que prudentemente le había aconsejado que no lo hiciera.

- Amparo, tu ya tienes la felicidad. No necesitas la máquina ¿No es mejor vivir de la realidad que de la ficción, aunque sea la creada por tu propio cerebro? - Los argumentos de Carmen eran razonables, pero no habían conseguido disuadir a Amparo que cada día se sentía más deseosa de probar sus cinco minutos de dicha. Además, como médico sabía que en el fondo todo lo que vivimos es en cierto modo nuestra ficción de la realidad ¿Por qué no ir un poco más allá?

Hoy Amparo cumplía 45 años y quería que fuese un día muy especial. A primera hora salió de su casa camino al trabajo después de dar un beso a su marido y a sus hijos. Cuando llegó a la consulta, aún no había nadie. La enfermera se había cogido el día libre para acompañar a su madre al hospital y los enfermos no comenzarían a llegar hasta las 10:00. A Amparo le gustaba llegar la primera a la clínica, así podía sentarse, tomar un café, leer el correo, y repasar los expedientes de los pacientes con tranquilidad y sin interrupción. Pero hoy no estaba concentrada en los expedientes médicos. Su pensamiento estaba junto a la “máquina de la felicidad” y la experiencia que con ella podría vivir. No haría daño a nadie. Serían sólo cinco minutos, luego volvería a su mesa, y continuaría con su trabajo como todos los días.

Amparo se levantó lentamente mirando hacia los lados, como para comprobar que nadie la observaba aunque sabía que la consulta estaba vacía, y se tumbó en el diván donde se les aplicaba el tratamiento a los pacientes. Programó la máquina para una sesión de cinco minutos y, con las manos temblorosas, la conectó. No sabía lo que iba a pasar. Tal vez apareciese en una playa del Caribe acompañada por un hombre joven y apuesto, o sería una escritora famosa firmando libros en unos grandes almacenes, o una heroína ayudando a los niños necesitados en el corazón de África. En cualquier caso, sabría qué es lo que más feliz la podría hacer en esta vida.

Sorprendentemente, lo que vio Amparo fue algo muy distinto. Se encontraba tumbada en la cama de un hospital rodeada de un hombre y dos niños que la observaban con ansiedad. La niña parecía mayor y agarraba la mano de su padre buscando protección. El niño, más pequeño, llevaba la cara pintada y un disfraz de payaso que le hacía parecer salido de una fiesta de cumpleaños. Su cara revelaba un sentimiento de preocupación que no lograban ocultar los colores del maquillaje. Pronto comprendió lo que estaba ocurriendo. Lo que había creído que era su vida, era en realidad su sueño de felicidad. Y lo que estaba viendo era su propia familia que esperaba mientras ella se sometía al tratamiento en “la máquina de la felicidad”. En ese momento empezó a recordar el profundo sufrimiento en el que llevaba viviendo desde hacía ya algunos años, las pastillas, las sesiones con el psicólogo, el sentimiento de impotencia y desesperación al verse incapaz de cuidar de sus propios hijos, y no pudo enfrentarse a la idea de volver. Reunió la fuerza y determinación que le habían proporcionado sus cinco minutos de felicidad, contuvo la respiración y murió antes de la desconexión. Años después su hija fundó una clínica destinada al tratamiento de enfermedades mentales.

martes, 1 de mayo de 2012

Gafas para no ver

Todos parecían felices. Hablaban, reían, se abrazaban, y lo que es más difícil, sonreían cuando nadie les miraba, sonreían en ese instante fugaz en que nuestra cara pierde su carácter de máscara social para reflejar angustia. “¿Qué pasará?”- pensó Luisa - “Tal vez ellos no sepan nada de la crisis económica, tal vez a ninguno le hayan bajado el sueldo, tal vez no tengan noticias del hambre en África, ni de tantos enfermos.” Luisa continuó llenando las copas de tan ilustres comensales. Se movía grácil y silenciosamente entre ellos escuchando sus animadas conversaciones y mirando con fascinación sus alegres semblantes. Ninguno de ellos advertía la presencia de la triste intrusa que repartía licores y canapés. Los rápidos y atareados pasos de Luisa trazaban caminos invisibles para los invitados. Al terminar el ágape, todos aplaudieron y el anfitrión repartió unas divertidas gafas como recordatorio de tan memorable noche. Las gafas eran negras para dar un aspecto misterioso al portador, y tenían una inscripción en la patilla “Gafas para no ver” . Luisa robó unas para llevárselas a sus hijos. Al salir se las puso y empezó a caminar sonriendo. -“Ahora lo entiendo todo”- murmuró para sí. Desgraciadamente, las gafas no pudieron evitar el dolor y la pobreza que le esperaban en su humilde hogar.

Acto terrorista

Rosa esperaba sentada en el coche. Miraba fijamente el móvil fingiendo responder un SMS inexistente. Varios coches patrulla la rodearon. Matemática de formación, y con una incapacidad de todos conocida para las actividades artísticas, Rosa se sentía fascinada por el mundo del arte y por cualquiera de las personas que demostrasen cierto talento. Tal vez por eso, ese Lunes, mientras esperaba a sus hijos sentada en un discreto café, cuando Pablo se acercó a ella y le declaró su amor, lejos de turbarse, pensó que por fin el destino estaba dispuesto a regalarle algo. Regalarle, sí, porque hasta entonces nadie la había regalado nada. Se había pasado la vida estudiando carrera y oposiciones, para acabar obteniendo una plaza de profesora en el Instituto de Enseñanza Secundaria “Miguel de Cervantes”, situado no muy lejos del lugar donde nació. No había llegado muy lejos – pensaba a menudo mientras caminaba por delante de la casa de sus padres camino del IES Miguel de Cervantes-. Nunca había sido la ganadora de un sorteo, ni la poseedora de un boleto premiado de lotería, ni siquiera había conseguido ninguno de los libros que sorteaban en la parroquia cuando era niña. Hasta la relación con su marido, lejos de ser un flechazo, fue el fruto de una premeditada, insistente y generosa persecución a la que ella lo sometió pacientemente durante el último año que ambos pasaron en la Universidad. Su marido, hombre cabal, finalmente apreció la tenacidad, fidelidad y amor incondicional de una mujer tan discreta y entregada. Pero esta vez las cosas iban a ser distintas. Esta vez era el amor el que llamaba a su puerta. Pablo era el único hombre que había apreciado su belleza, distinción e inteligencia sin necesidad de ningún esfuerzo extraordinario por su parte. Esta vez el azar había querido regalarle el más apasionado de los amores, siendo su amante el más fascinante de los hombres. La aventura que tanto deseó había llegado a su vida inesperadamente. Esta vez, había tenido suerte. Tal vez, por eso, cuando Pablo le declaró su amor, ella lo aceptó sin vacilar, sin preguntar nada, sin dudar. Pablo era un músico virtuoso. Durante sus conciertos Rosa lo admiraba sentada en su butaca de primera fila mientras la melodía parecía fluir de sus dedos enredados en aquel instrumento tan brillante. Sólo un hombre excepcional podía producir un sonido tan grandioso, y ese hombre se había ido a enamorar precisamente de ella, de una mujer prosaica, que nunca había sido demasiado guapa. Su pecho se henchía de dicha mientras secretamente se deleitaba con estos pensamientos. Pablo y ella habían pasado la semana conociéndose ávidamente. Y como colofón de unos días tan románticos, ambos habían acordado encontrarse en el hotel “Alfonso X el Sabio”. No podía ser de otra manera -pensó Rosa-. Pablo había elegido un hotel construido en honor a un rey sabio amante de la música y la poesía para albergar su apasionado amor. Esa mañana Rosa había comunicado en el instituto que no iría a trabajar alegando una consulta médica. A las 8:50, después de dejar a los niños en el colegio, cogió el coche de su marido y se dirigió a la cita. Había decidido no llevar el coche que solía conducir a su cita clandestina, así nadie sospecharía de ella si se cruzaba con algún conocido en la carretera. También desconectó el móvil, sería muy embarazoso tener que responder una llamada de su marido. Siempre podría decirle que se quedó sin batería. Rosa era una mujer de costumbres y en su rutina diaria no solía conducir por más de dos o tres calles diferentes, y pocas veces salía fuera de la ciudad. Pero ese día había que tomar una nuevo camino y nadie la iba a ayudar. Su corazón palpitaba acelerado por el miedo a perderse o a encontrarse con algún conocido que desbaratara su red de mentiras. Cuando llegó al hotel, el miedo y el sentimiento de culpabilidad habían alcanzado una intensidad difícilmente soportable y sus piernas temblaban lo suficiente como para no ser capaz de levantarse del asiento. Desorientada, sabiéndose en un lugar desconocido, decidió esconderse en la más recóndita plaza de aparcamiento y esperar allí a Pablo. Seguro que se sentiría más fuerte cuando Pablo apareciese. Sacó el móvil del bolso y lo comenzó a mirar con atención para que nadie pudiera verle la cara durante su ansiosa espera. A las 12:00 horas Rosa perdía la vida con la vista refugiada en la pantalla apagada de su teléfono móvil y ajena a todo lo que había pasado durante su ausencia. El coche en el que viajaba era buscado por la policía desde hacía horas. A las 9:00 de la mañana se recibió el primer aviso, una organización terrorista había colocado una bomba en el coche del concejal de cultura del ayuntamiento de Valladolid. Una vez informado, el concejal había comunicado a la policía que esa mañana el coche se lo había llevado su mujer. La policía había buscado el coche por los lugares más frecuentados por la señora Manzanares, el instituto donde impartía clases, el colegio de los niños, el supermercado, incluso en el Centro de Salud. Pero esa mañana la señora de Manzanares había escogido una ruta diferente que nadie conocía. La policía dio orden de búsqueda del coche pero tardaron varias horas en encontrarlo. La tragedia no puedo evitarse. En la televisión, hablaba el esposo profundamente apenado “Ha sido culpa mía, esa bomba iba destinada a mí, nunca debí permitirle coger el coche oficial, pero era una situación excepcional, su coche estaba en el taller y ella tenía un compromiso ineludible, no se me ocurrió preguntarle a dónde iba, yo tenía una reunión importante y me fui muy deprisa esta mañana, la policía ha tardado mucho en localizarla. Y ahora …, está muerta. Ha sido mala suerte”. La noticia continuaba con la entrevista a un inspector de policía. Aún no se había detenido al autor o autores del atentado pero se sospechaba de un joven que recientemente acudía a la dirección del matrimonio para impartir lecciones de música a los niños.

sábado, 14 de enero de 2012

El último vuelo



Siempre he preferido volar bajo. Volar bajo me permite esconderme rápidamente en el caso de que un peligro me amenace desde el cielo y no herirme gravemente si accidentalmente pierdo el equilibrio y mi cuerpo se precipita inexorablemente contra la superficie de la Tierra.
Nunca he tenido grandes aspiraciones. He considerado suicidas a esos animales que creen que pueden llegar a ser los jefes de la manada y conseguir el respeto de todos sin reparar en que algún día aparecerá un ejemplar mejor dotado que acabará por devorarlos.
Hoy es mi último vuelo. Hace tiempo que mis fuerzas se están acabando. Mis alas se resisten a desplegarse al amanecer. Cuando oscurece, los recuerdos, las preocupaciones, los sueños y las realidades se amontonan en mi pequeño cerebro sin ningún orden ni estructura, sin poder distinguir lo que he vivido realmente de lo que me hubiera gustado vivir.
Hoy es el gran día. Mi amigo Einstein me acompañará a la montaña más alta. Ésa, cuyo pico siempre ha quedado por encima de mis posibilidades. Ésa, que nunca he podido subir. Cuando llegue a la cima, me lanzaré para dejarme arrastrar por el viento y sobrevolar todo lo que hasta ahora ha sido mi vida. Desde arriba apenas podré reconocer el lugar donde nací, ni el nido donde compartí el amor, ni el parque donde vago todos los días acompañado de mi buen amigo Einstein.
Siento que toda mi vida no ha sido sino una preparación para este último vuelo. No me olvidéis.

martes, 10 de enero de 2012

Cena de Navidad

Hace tiempo que no hay nada nuevo para Laura. Es una lectora asidua de la prensa escrita, tanto de las noticias como de los artículos de opinión. Pero esta actividad ya no calma su ansiedad. Su sed de cambio no se satisface con el usual fluir de las noticias. Amante de los debates políticos, Laura ha leído demasiadas opiniones, tantas... que ya ha olvidado las suyas.
- ¡Qué poco inspiradoras son las fiestas navideñas! - piensa Nati mientras baja de la buhardilla con el árbol de Navidad. Lo situará en el salón de su casa, al lado del gran ventanal y colocará las habituales luces intermitentes. Ésas con las que enseñaba a su hijo los colores algunos años atrás. - Mira Sergio, rojo, azul, naranja, ...- . Arropado por sus dulces palabras, Sergio tomaba el biberón mirando absorto el cambio de color de las luces de Navidad. Pero este año Sergio pasará las Navidades con su padre.
La madre de Laura y Nati aparece a eso de las ocho. Viene pronto para ayudar en la preparación de la cena. Cocina con la cabeza gacha, en silencio, pesadamente. Ya no recuerda en qué año vive, ni tampoco le importa. Los años siguen una rutina de cuando en cuando rasgada por un acontecimiento nunca esperado, una enfermedad o una muerte.
Ángel, el padre de Laura y Nati, llega el último vestido de huelga. Hacía tiempo que Ángel no se ponía su boina, ni se vestía una camiseta reivindicativa, ni ondeaba una bandera por la calle. En su juventud Ángel había luchado por un mundo mejor. Tan seguro estaba de que “su mundo” era querido por todos, que nunca se paró a preguntar a los demás qué mundo querían.
Al llegar las doce, todos los comensales están sentados a la mesa. Toman una copa de cava, sonrientes, mientras sus pensamientos permanecen prisioneros en sus propias vidas. Sólo Ángel cree aún que vive en el mundo de los demás.