viernes, 25 de marzo de 2011

La Campana de Cristal


Voy a contar la historia de Flor y Javier. Flor era bella, delicada y frágil. Su vida transcurría en una campana de cristal. Todos los días, Javier levantaba la campana, regaba la tierra, acariciaba el tallo donde Flor se erguía, pulverizaba un poco de agua en las hojas, las limpiaba con ternura y volvía a cubrir la planta con su campana de cristal. Era entonces cuando Flor se quedaba rodeada de silencio y quietud mientras el mundo parecía moverse ignorándola a través del cristal. Flor fantaseaba con tener una vida tan excitante como la de Javier, llena de acontecimientos cruciales, peleas dramáticas, amores apasionados y planes ambiciosos.  

Algunos días Javier sacaba a Flor a pasear, la llevaba en el hueco que formaban sus  manos unidas frente al cuerpo y Flor veía tras los cristales las calles de su hermoso pueblo. Mientras caminaban, Javier le explicaba sus aventuras cotidianas. Flor oía la voz de Javier muy débil, amortiguada por el cristal de la campana. Tan lejana parecía la voz de Javier como  las historias que él narraba. Flor nunca había salido de su campana. Su conocimiento del mundo se reducía a la reconstrucción fantástica que hacía a partir de las anécdotas que contaba Javier. Flor lo escuchaba atentamente porque lo quería mucho. Pero el mundo de Javier era desconocido para ella  y cada vez se sentía más ajena a lo que él contaba y más encerrada en sus propios pensamientos. Con el tiempo Flor se había acostumbrado a oír la lejana voz de Javier y a asentir sin ni siquiera reparar en el significado de las palabras. Javier seguía hablando con entusiasmo sin percatarse de que el mundo de Flor era otro y en ese nuevo mundo él era tan irreal como esas figuras que se veían a través del cristal.

Un día Flor se escapó. Era el primer día de primavera y el sol brillaba alto en el cielo envolviéndolo todo con su calor. Javier levantó la campana como todos los días y se alejó para colocarla en su pie de madera antes de  empezar con el ritual de la limpieza diaria de Flor. Flor aprovechó esos instantes para abandonar su seguro hogar y adentrarse en lo desconocido.  El mundo exterior estaba lleno de sensaciones que  a Flor se le antojaban extremadamente intensas,  ruidos, olores, colores.  El roce del cálido viento sobre las hojas perturbaba profundamente su frágil naturaleza.  Todo era nuevo, desmedido, y estremecedor, y Flor se sentía embriagada por tanta sensación.

Flor tardó poco en aprender que el placer y el dolor son las dos caras de la misma moneda, y no se puede disfrutar de uno si no se es capaz de soportar el otro. Los días cálidos y luminosos venían sucedidos por noches frías y largas en las que Flor tiritaba escondida en una alcantarilla. Las alcantarillas también tenían intensos olores pero éstos no eran tan agradables. Los ruidos  que al principio le parecieron tan excitantes, se convirtieron en una verdadera tortura en sus noches de angustia en las que no podía  ni dormir, ni pensar, ni comer.

Flor encontró amigos que impresionados por su belleza y fragilidad le prestaron su protección. Durante unos días la llevaban siempre consigo prendida en la solapa de la chaqueta. La metían en un precioso jarrón con forma de obelisco cuando estaban en la oficina. Y la dejaban reposar en un florero junto a otras flores, cuando descansaban en casa. Pero la solapa de una chaqueta no es un sitio muy seguro para una criatura tan frágil. Era fácil caerse de la solapa y quedarse tendida en el suelo de un café, de un restaurante o en medio de un tumultuoso mercado.

Flor se sentía indefensa en un mundo tan violento. Cada día tenía más miedo a herirse en una de esas caídas o a helarse en una noche de frío.  Estaba cansada de sufrir.

Los días cálidos Flor vagaba por las calles intentando absorber la energía del sol. Necesitaba toda la energía posible para enfrentarse a la próxima adversidad que el destino le deparase. En uno de sus paseos, Flor pasó accidentalmente por la casa de Javier. Era mediodía. Javier no estaba, él nunca estaba en horario de trabajo, pero la puerta estaba abierta. Flor entró sigilosamente en la casa y anduvo hasta el dormitorio que durante tantos años habían compartido. Su campana de cristal estaba en el pie de madera. Javier la limpiaba todos los días aún cuando ella no estuviera y su cristal relucía bajo la luz del sol. Flor dudó un momento. Sabía que si ahora volvía a resguardarse bajo su campana de cristal, nunca volvería a sentir la brisa del viento, ni escucharía hermosas melodías, ni volvería a oler los aromas que tanto la habían hecho gozar. Pero también sabía que allí dentro, protegida por su reluciente cristal, no sufriría jamás. Con tristeza, decidió abandonar su aventura y lentamente, pero con decisión, Flor se posó sobre su maceta, y se cubrió de nuevo con la campana de cristal.

Javier la recibió con el corazón abierto.  Pensó que todo había vuelto a la normalidad y se llenó de felicidad. Pero en la vida no hay segundas oportunidades y las líneas del destino nunca forman curvas cerradas. Desgraciadamente Flor ya no disfrutaba con sus cuidados. Tampoco le gustaba compartir con él la habitación que durante tanto tiempo había sido su morada. Ya  no fingía escuchar sus historias con interés, ni le acompañaba en sus paseos por el pueblo. Aún así, Javier era feliz. Le bastaba con contemplarla y hablar a esa silenciosa campana. Javier la ponía en el alféizar de la ventana todos los días. Su belleza, enmarcada por la campana de cristal,  provocaba la admiración de todos los transeúntes. Incluso el Sol se enamoró de ella. Sol esperaba con impaciencia esa hora en que sus rayos incidían sobre la campana de cristal y Flor comenzaba a relucir. Sol nunca comprendió que estaba enamorado de su propio reflejo, ni llegó a saber cuán distinto era éste de la flor que se escondía en su interior.

Desde ese lúgubre día en que todo volvió a la normalidad, el mundo de Flor se redujo al pequeño volumen de aire que cubría la campana. Pocas veces echaba una mirada a través de los cristales. Agradecía no oír los ruidos de ese exterior del que ya nunca volvería a disfrutar Cuando Javier murió, Flor se trasladó al Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Aún se la puede ver en una de las estanterías de la segunda planta, acompañada de todas las especies vegetales del planeta. ¿La has visto alguna vez?.





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martes, 22 de marzo de 2011

La Pulga María



La pulga María vivía en una pequeña cocina. La cocina tenia baldosas blancas y negras dispuestas como en un tablero de ajedrez. No era muy grande. Desde abajo no se veía casi nada. Sólo se veía una mesa alta con patas cuadradas. María había vivido siempre allí  y llevaba una vida plácida. Le gustaba pasear por las baldosas blancas, eran más bonitas que las negras y además contrastaban con el color negro de su cuerpo. No le gustaba perderse en el negro inmenso de las baldosas negras en las que cualquiera la podría pisar sin percatarse ni siquiera de su existencia. El suelo estaba normalmente frío. Había sin embargo una hilera de baldosas más templaditas que cubrían las tuberías por las que circulaba el agua caliente. Cuando María tenía frío, las baldosas calientes dirigían su paseo. María tenía una buena familia. Su madre le contaba bonitos cuentos antes de dormir, le gustaba leer, ver películas e imaginar cómo sería su vida de mayor. A pesar de que para las pulgas no es fácil conseguir comida,  a ella nunca le faltaba.


María miraba continuamente la mesa alta en el centro de la cocina y sentía unos deseos irrefrenables de trepar por sus patas. No sabía qué habría en la parte más alta, ni si lo que allí hubiera la haría feliz, pero todos los días soñaba con poder subir. No quería decir a nadie su propósito. Pensaba que sería más fácil conseguirlo si lo mantenía en secreto.

Los cuentos invadían la mente de María. María se sabía de memoria la historia de la pulguita David y la cucaracha Goliat. David era muy pequeñito, pero aún así se enfrentó  y venció a la enorme cucaracha Goliat. Para ello solo  usó su tirachinas y su gran pericia. David era una pulguita buena y Goliat una cucaracha asquerosa y mala. David era también muy astuto. María era una pulguita muy buena, siempre cumplía con todos sus deberes, y era astuta. Ella también vencería en sus propias batallas. A María también le gustaba la historia de la mosca Aladino. Aladino era un príncipe que sobrevolaba un mundo exótico en una alfombra mágica acompañado por su amada. María siempre se había preguntado para qué querría una mosca una alfombra voladora. Aún así, la historia era bonita.

Un día apareció en una baldosa blanca, un gran saltamontes verde. El saltamontes Pedro se había colado por la ventana huyendo del invierno. Pedro era grande y podía dar grandes saltos, era el insecto más fuerte que María hubiera visto jamás. Pedro y María pronto se hicieron grandes amigos. Pedro había visto mucho mundo, había saltado por  todos los campos y tenía un exhaustivo conocimiento de la flora y fauna del jardín. Pero Pedro no sabía historias tan divertidas como las que contaba María. A Pedro le gustaba escuchar a María relatando el duelo del pequeño David y  el gran Goliat, o los viajes exóticos de la mosca Aladino en su alfombra voladora, o la historia de Moisés que fue abandonado por su madre en una cesta en el río Nilo. Algunas de las historias que  María contaban no eran verdaderas.  A María nunca  le importó la fidelidad histórica de esos bonitos relatos. Para ella lo importante de un relato es lo que significa,  no la veracidad de su contenido. María pensaba que finalmente una nunca puede estar segura de saber la verdad.

Un día María le contó a Pedro el plan que había ideado para los dos. Ella se subiría en su lomo, y él la llevaría volando hasta la parte alta de la mesa. Una vez allí , ambos podrían salir volando por la ventana. Al principio Pedro se mostró entusiasmado pues creía que era una fantasía más de María, con la misma veracidad que algunas de sus historias. Pero esta vez María lo decía de verdad. Estaba decidida. El plan era demasiado ambicioso para  Pedro. A pesar de ser una pulga, María pesaba mucho para llevarla en su lomo siempre, pensó Pedro. Además el invierno había acabado, y él quería volver al jardín. Una pequeña pulga de cocina sería un estorbo a cielo abierto. Así que Pedro se marchó una calurosa noche en la que la ventana estaba abierta. Como Pedro era un caballero y le había cogido cariño a María,  le dejó escrita una poesía de amor como despedida

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso:
  no hallar fuera del bien centro y reposo,        
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso:
  huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,                      
olvidar el provecho, amar el daño:
  creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor; quien lo probó lo sabe
                                    Pedro Lope de Pega

María quedó desolada al leer el poema. Estaba sola en una baldosa negra en el centro de la cocina, con el manuscrito de Pedro en una mano y la otra colgando, sin fuerza. Ahora la mesa le parecía más alta que nunca. Nunca conseguiría llegar arriba. Pero María era una pulga fuerte, y después de un día o dos de duelo, guardó el papel en un bolsillo y volvió a sus libros.

Ya no le gustaban tanto las historias de amor y las fábulas. Ahora prefería las grandes gestas, las guerras y las grandes  conquistas. Era emocionante leer como un puñado de hombres consiguieron cruzar el océano Atlántico en pequeños barcos y descubrir  un nuevo continente. O como todo un pueblo unido por sus ideas pudo luchar contra la monarquía y conquistar su libertad inaugurando una nueva época histórica. O como un marinero noruego pudo alcanzar el Polo Sur, recorriendo prácticamente la mitad del perímetro de la Tierra. María sabía que las pulgas no son tan grandes como los hombres, tampoco son tan inteligentes, pero trabajando juntas también podrían hacer grandes cosas. Sólo tenía que convencer a sus compañeras de que merecía la pena trabajar y luchar.

María empezó a dar grandes discursos en la misma baldosa negra en la que leyó la poesía de Pedro cuando se marchó. Ahora ya no le importaba que el color de la baldosa fuese el negro. Ya no tenía miedo de que la pisaran y, por raro que pueda parecer, recordar el momento doloroso de la partida de Pedro le daba la fuerza necesaria para recitar sus arengas con pasión. Quería convencer a sus compañeras de que debían escalar la gran mesa. Desde arriba, se podría ver toda la cocina, podrían descubrir nuevos lugares para dormir, encontrar nuevas fuentes de comida y, sobre todo, descubrir un nuevo mundo. Cosa rara entre las pulgas, a María le gustaba sentir la luz y el calor del sol, pero la mesa de la cocina tendía su sombra por todas las baldosas. Pedro le había contado muchas cosas sobre el césped que cubría el jardín, las flores que salían en primavera y la gran variedad de animales que se encontraban en el campo. Esos animales tendrían unos colores brillantes y luminosos. Las pulgas de cocina eran todas negras.

María siguió dando sus discursos un día tras otro. Todas las pulgas acudían a oír el discurso de María al final de la tarde. Las emocionantes palabras de María las hacía sentirse grandes y poderosas. Las llenaba de esperanza. Pero ninguna tenía la intención real de emprender la escalada que María proponía. La mayoría de las pulgas son muy temerosas y prefieren no cambiar de casa durante su corta vida. Su filosofía es “mientras estemos bien, ¿para qué cambiar?”.
Siguiendo con su plan, María reunió el equipo necesario para la escalada, estudió cada una de las cuatro patas de la mesa y preparó la estrategia para la ascensión. Recorrer toda la pata llevaría mucho tiempo, no se podía hacer en una sola jornada. Lo importante era elegir una pata con muchos salientes. Las pulgas subirían de una en una, y cada una pasaría la noche descansando en un saliente. Al día siguiente, cada pulga subiría hasta el saliente siguiente. Al final todas las pulgas estarían en la superficie de la mesa. María subiría la primera y prepararía el campamento para las otras. Habría que buscar un lugar discreto para dormir y algo para comer. María podría hacerlo antes de que llegasen sus compañeras.

Y llegó el día de la escalada. María reunió a todas las pulgas y empezó a darles las instrucciones a seguir una vez ella hubiera iniciado la escalada. Ninguna pulga se atrevió a decirle que no la iban a seguir, ¡María estaba tan ilusionada! De esta manera  María empezó la escalada en solitario ignorando los planes del resto de sus compañeras. Pronto constató que las demás pulgas no la seguían. Se entristeció. Sus compañeras habían desertado.

María había estado toda su vida esperando ese día y ahora no podía abandonar. A pesar de lo difícil de la situación, debía continuar. María reunió todo el valor que le quedaba, lo metió en el mismo bolsillo en el que tenía la poesía de Pedro y continuó su aventura, ahora ya sin ayuda. Tal vez esa era la manera en la que tenía que haberlo hecho desde el principio, pensó María. No se puede esperar que las demás te ayuden a conquistar tus propios sueños. María prosiguió la escalada con decisión. Pero cada día estaba más cansada. La vida de las pulgas es muy breve, y María se había hecho vieja. Tenía las patas muy débiles y su vista ya no era la de antes. Cuando subió el primer centímetro se dio cuenta de que el esfuerzo que le iba a suponer llegar hasta arriba, podría ser demasiado. Aún así, prosiguió. No había otra cosa que ella quisiera hacer en esta vida, no tenía elección. Subía despacio, poquito a poco, los ancianos se mueven con lentitud, pero sin descanso.  

Después de un mes María había llegado a la mitad de la pata izquierda delantera de la mesa cuando sus fuerzas estaban a punto de extinguirse. Se encontraba en un espacioso saliente del lado de la ventana. Allí los rayos del sol llegaban con facilidad y se podían ver el cielo y las hojas de los árboles a través de los  cristales. Por la noche, se veían la luna y las estrellas. Esa noche, mientras observaba las estrellas, María supo que ya no iba a poder seguir más. Sus patas definitivamente no querían andar y su corazón latía cada vez con más dificultad. Por su mente pasaron las personas y personajes que habían llenado su vida, el pequeño Goliat, la mosca Aladino, Pedro el saltamontes, los conquistadores españoles y tantos otros más. Pero sobre todo recordó un libro que su madre le había leído hacía ya mucho tiempo, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Ese hombre escuálido intentaba luchar contra todas las injusticias de este mundo aunque la batalla estuviese perdida de antemano. Nunca desfallecía. Las cosas cotidianas, incluso las más feas y denigrantes, adquirían grandeza al pasar por sus ojos convirtiendo así, chozas en castillos, cortesanas en princesas. Y siempre acompañado por su fiel, prosaico y pragmático criado, Sancho Panza. María siempre se había sentido Don Quijote. Pero esta noche, por primera vez en su vida, se sentía Sancho Panza. O tal vez no. Tal vez era Alonso Quijano, tendido en su lecho de muerte, cuando sanado de su enfermedad descubre que toda su vida había sido solo un sueño, su sueño. En ese momento María cerró los ojos y cayó. Nadie se dio cuenta de la caída, pues había caído en una baldosa negra. En todo caso, habría dado lo mismo. Ya nadie se acordaba de ella. Como he dicho antes, las pulgas tienen una vida muy corta. Y la memoria, también.














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