Y el pequeño príncipe llegó a un planeta desierto.
- ¿Dónde están todos?
- Se fueron - respondió la escasa hierba amarillenta que quedaba en el suelo.
- ¿Y por qué?
- No sé, creo que no les gustó mi sabor.
El príncipe, entristecido, comenzó a volar. Mientras se alejaba, observó las llanuras cubiertas con los cuerpos de los animales que habían muertos envenenados.
A la hierba no le gustaba que la pisaran.
Asunción Fuente
Cuentos de ciencia y otras cosas
martes, 10 de diciembre de 2013
viernes, 6 de diciembre de 2013
Los amantes
Esta es la historia de dos árboles que
se amaban. Vivían en una ciudad cuadriculada, donde todas las casas
eran pequeños cuadrados, que estaban en medio de un jardín
cuadrado, y se alineaban a lo largo de filas y columnas formando a su
vez un cuadrado mayor, como un tablero de ajedrez. En esa ciudad, todos los habitantes eran muy aficionados al ajedrez y se pasaban el
día haciendo complicados cálculos e ideando estrategias para ganar
partidas. Sólo los árboles y los niños tenían tiempo para
enamorarse. Félix y Mabel eran dos abetos frondosos que vivían en
sendas casas situadas en las esquinas opuestas del pueblo, muy
alejados el uno del otro. No podía oler sus hojas, ni siquiera se
podían ver. Todas las mañanas, al salir el sol, Félix lanzaba
palabras de amor al aire y el viento las llevaba hacia Mabel. Al anochecer, Mabel respondía con palabras aún más bonitas para su
amado, que el viento las llevaba hasta Félix. Pero un día el viento
cambió de dirección, y las palabras de amor dejaron de llegar.
Durante un tiempo los dos se siguieron amando y esperaron pacientes
el nuevo viento. Pero el tiempo pasaba y el viento no llegaba. Félix
y Mabel comenzaron a mirar hacia otro lado. Félix empezó a jugar a
la ajedrez con los humanos, y llegó a ser un árbol muy famoso, el
único capaz de codearse con los habitantes más sabios de la ciudad.
Mabel, entristecida, miró hacia abajo. Al principio no veía nada, pero con el tiempo advirtió que unas pequeñas flores blancas
crecían entre el césped ¡Parecían tan débiles! Con gran ternura,
Mabel dejó caer palabras de amor sobre las florecillas que
agradecidas crecieron más fuertes. Con tanta fuerza crecieron, que
el suelo se cubrió con un manto blanco del que surgía un hermoso
aroma que ascendía hasta la copa de Mabel y la llenaba de alegría.
Desde entonces, nadie se preocupa de la dirección del viento en esa
ciudad.
domingo, 26 de mayo de 2013
La vida rosa
Todos
miraban al cielo mientras caían hermosos copos rosas sobre sus
cabezas ¡Qué apetitosos parecían! Su aroma se extendía por todo
el país de los cuentos y los ogros, hadas, princesas, trasgos,
dragones, duendes y brujas, todos querían probarlos. El terrible
ogro, acostumbrado a comer niños y cachorros de animales, no pudo
resistir la tentación y cogió un puñado en sus manos para
metérselos en la boca. La princesa Margarita, la más bella del todo
el país, ésa que nunca comía chucherías para no mancharse, los
guardó en el bolsillo de su delantal y se los llevó a casa para
cenar. El dragón Felix, el mejor y más audaz dragón volador,
ganador de todas las carreras y comedor insaciable de barritas
energéticas, abrió su gran boca, la llenó de copos y la cerró.
Los trasgos, como eran muy tragones, engulleron todos los que
pudieron. Incluso la bruja, que había salido al bosque a recoger
plantas para preparar el veneno de las manzanas, se olvidó de su
tarea y comenzó a recoger los copos rosas que caían del cielo. Y
así, poco a poco, todos los habitantes del país de los cuentos
probaron tan suave y exquisito manjar. Cual sería su sorpresa,
cuando después de unas horas, todos empezaron a ver rosa. Donde
antes habían visto árboles, arroyos, flores y amigos, ahora sólo
veían una especie de niebla rosa. Esperaron a la noche, pensando que
la niebla desaparecería y verían el cielo. Pero no fue así,
simplemente la niebla se oscureció y aparecieron las estrellas.
Todos estaban asustados. ¿Qué les había pasado? ¿Ya no volverían
a ver nunca? ¿Qué podían hacer? Sólo había una solución, subir
a la montaña mágica y llamar al gran mago Merlín. Merlín era el
mago más poderoso del país y seguro que sabría qué hacer. Juntos,
todos los habitantes del país de los cuentos ascendieron hasta la
cima de la gran montaña mágica y comenzaron a gritar una y otra vez
el nombre de Merlín: “¡MERLIN!”. Pero Merlín no apareció, y
después de esperar unos días, todos se sentían hambrientos y
cansados, y decidieron bajar para comenzar una nueva vida. El ogro ya
no comía niños sino las exquisitas frutas de su jardín. Margarita
no podía ver el vestido que llevaba puesto, así que poco a poco se
olvidó de las manchas y disfrutaba tumbándose en la hierba. El
dragón Felix ya no volaba, se dedicaba a ayudar a los demás en las
tareas más duras. Los trasgos olvidaron lo feos que eran y se creían
muy guapos y apuestos. Lo curioso es que los demás también lo
empezaron a creer y todo el mundo los amaba. La temida bruja dejó
de cocinar los venenos para manzanas y comenzó a fabricar perfumes.
Y así pasó mucho, mucho tiempo, tanto, que aunque parezca
sorprendente, todos olvidaron lo que eran.
Un
día 25 de Abril, Merlín volvió. Había estado muchos años jugando
una reñida partida de ajedrez con su primo el mago Artabán, y por
eso no había acudido a la llamada de sus amigos. Merlín quedó muy
impresionado al ver la terrible enfermedad que aquejaba a todos los
habitantes del país, y rápidamente cogió su varita y dijo las
palabras mágicas “Salutín Salatón” para devolverles la salud.
Por arte de magia, la niebla rosa que hasta entonces les había
nublado la vista desapareció y todos comenzaron a ver de nuevo los
árboles, los arroyos, las flores, los amigos y a ellos mismos. Al
verse reflejados en el agua, los ogros recordaron quiénes eran y que
su deber era cazar y comer niños. Margarita recordó que era una
princesa y dejó de revolcarse en la hierba. Félix comenzó a
entrenar para ganar todas las carreras y se olvidó de sus amigos. Y
la bruja cerró su tienda de perfumes y volvió a fabricar veneno.
Los que peor lo pasaron fueron los pobres trasgos, que durante mucho
tiempo se habían sentido guapos y admirados, y ahora volvían a ser
feos y antipáticos. De esa manera, todo volvió a la normalidad.
Pero
la normalidad no siempre es sinónimo de felicidad, y los habitantes
de país del los cuentos no pudieron olvidar su vida cuando sólo
veían rosa. La alegría inicial que sintieron por haber recuperado
la vista, se fue transformando poco a poco en añoranza. Ese año,
cuando acabó el verano, todos los habitantes del país de los
cuentos se volvieron a reunir en la cima de la gran montaña mágica
para pedir a Merlín que hiciese llover los copos rosas de nuevo.
viernes, 15 de marzo de 2013
En Busca del Tesoro
Todos buscamos un tesoro en la vida. Karl comenzó su búsqueda una noche de verano, cuando sentado en su despacho, volvió a escuchar ese molesto ruido que continuamente interfería las comunicaciones entre Europa y América. Eran principios de los años 30 en Estados Unidos, el país estaba sumido en la Gran Depresión y la cruel realidad invitaba a explorar nuevas posibilidades. Las ondas radio eran la modernidad y el mundo empezaba a expandirse hacia la globalidad, o como ahora diríamos en sentido peyorativo, la globalización.
Todos buscamos un tesoro en la vida. Karl comenzó su búsqueda una noche de verano, cuando sentado en su despacho, volvió a escuchar ese molesto ruido que continuamente interfería las comunicaciones entre Europa y América. Eran principios de los años 30 en Estados Unidos, el país estaba sumido en la Gran Depresión y la cruel realidad invitaba a explorar nuevas posibilidades. Las ondas radio eran la modernidad y el mundo empezaba a expandirse hacia la globalidad, o como ahora diríamos en sentido peyorativo, la globalización.
Karl trabajaba para la
Bell Telephone Company en un proyecto dedicado a mejorar las
comunicaciones transoceánicas. El principal problema eran las
frecuentes interferencias que dificultaban, y a veces impedían, la
comunicación con el interlocutor. Ya había conseguido identificar
el origen de las interferencias más importantes, pero había una, la
más débil, que no conseguía explicar. Era un ruido débil, que a
veces se extinguía, pero siempre volvía otra vez. Tantas veces lo
había oído, que casi podía predecir cuándo iba a aparecer. No
podía deberse a un fenómeno transitorio como una tormenta sobre el
Atlántico pues llevaba escuchándolo varios meses. Tampoco podía
provenir de un lugar en la Tierra o en la atmósfera, porque
desaparecía con la rotación terrestre. Su corazón rechazaba
temeroso la única explicación que su cerebro apuntaba como válida:
tenía un origen extra-terrestre. Sabía que era una locura pensar
tal cosa, que todo el mundo iba a mofarse de él. A pesar de eso, su
mente ardía de emoción ante tal posibilidad. Con la segunda guerra
mundial cercana, Karl pensó que podría tratarse de una batalla
entre civilizaciones alienígenas. También podría ser el SOS de un
ser perdido en el espacio que vagaba buscando un hogar mejor.
Atormentado a la vez que excitado por estos pensamientos, Karl
persiguió aquel extraño ruido durante varios años hasta llegar a
la conclusión más sorprendente de todas: lo que estaba oyendo no
provenía de otro planeta del Sistema Solar, ni de una estrella
cercana, sino del centro de nuestra Galaxia.
Esa noche Karl estaba
esperando a que el ruido apareciera de nuevo. Debía aparecer
exactamente a la hora predicha para así confirmar su teoría. Su
inquietud era tal, que había pedido a su mujer que le acompañase en
el momento decisivo. El ruido apareció y así, sin avisar y
humildemente, como siempre empiezan las cosas importantes, comenzó
una nueva etapa en el conocimiento del Universo. Las ondas de radio
no solo habían logrado expandir el mundo hasta hacerlo global,
habían expandido nuestro universo hasta llegar a los confines de la
Vía Láctea.
A la memoria de Karl
Guthe Jansky (1905 – 1950).
viernes, 30 de noviembre de 2012
El pintor de cielos
Mario
vivía en el último piso de un gran rascacielos en medio de la
ciudad. A menudo miraba por la ventana para ver el los tejados de las
otras casas y observar el cielo. Lo que más le gustaba a Mario era
pintar cielos. Tenía una gran variedad de ellos y siempre los
regalaba a su familia por Navidad. Papá prefería los cielos azules,
luminosos, sin una sola nube. Ana, su hermana, siempre elegía los
que estaban cubiertos por nubes blancas, filamentosas, como una
hermosa cabellera. Mamá prefería las nubes redondas, esponjosas,
blandas, como el algodón. Algunas veces, muy pocas, Mario se
enfadaba y entonces pintaba cielos con nubes negras, de tormenta.
Pero estos no le gustaban a nadie.
Los
amigos preferidos de Mario eran los pájaros. En su azotea anidaban
pájaros de todas las especies que con sus colores y cánticos le
alegraban todas las mañanas y todos los atardeceres. El pájaro más
grande de todos era la cigüeña Alberta que era casi tan grande como
mamá. Mario, que no pesaba mucho, se montaba en su espalda y ambos
sobrevolaban la ciudad. Cuando volaba, Mario se imaginaba que sus
problemas se quedaban a pie de calle mientras él los saludaba desde
lejos y se sentía muy feliz. A Alberta no le sentaba bien el frío
y siempre se iba a Africa durante los inviernos dejando a Mario sin
sus fabulosos vuelos. Pero ese año el invierno había sido muy
cálido y Alberta se había quedado a su lado.
Pronto
llegaría la Navidad y las calles ya estaban adornadas con luces de
colores. Los árboles, los belenes, los villancicos y los grandes
centros comerciales repletos de juguetes anunciaban que Papá Noel y
los Reyes Magos estaban preparándose para su reparto de juguetes
anual. Pero al contrario que la mayoría de los niños, Mario no se
sentía feliz, más bien estaba preocupado. Una de las personas que
más quería en el mundo, su abuelo, había estado muy enfermo ese
año y Mario quería hacerle un regalo muy especial el día de
Nochebuena, quería regalarle “el
cielo más bonito del mundo”.
Pero ¿cuál era el cielo más bonito del mundo? Desde su ventana
sólo se veían cielos azules y grises. Tal vez en algún país
lejano hubiera cielos extraordinariamente hermosos, con colores vivos
como el rojo, rosa, violeta, verde, amarillo, marrón... que él
nunca había visto. Si quería pintar el cielo más bonito del mundo,
tendría que salir a buscarlo. Aunque le daba un poco de miedo, Mario
decidió emprender tan arriesgada aventura a lomos de su amiga
Alberta y el primer día de Diciembre salieron juntos a buscar el
cielo más bonito del mundo. El corazón de Mario latía muy deprisa
porque era él nunca había ido tan lejos, cuando Alberta, segura y
majestuosa como la reina de los cielos que era, levantó el vuelo y
puso rumbo a los lugares más alejados y exóticos.
El
primer lugar que visitaron fue un extenso desierto. Desde lo alto, se
veía un enorme mar de arena de color marrón. Todo estaba muy vacío.
No se veía nadie a quien poder preguntar. Mario ya había decidido
irse cuando, repentinamente, salió una graciosa lagartija de entre
la arena.
- Buenos días, señora lagartija- dijo Mario-. Estoy buscando el cielo más bonito del mundo ¿Lo ha visto usted?
- Yo no sé mucho sobre el cielo. Generalmente estoy entre la arena, y solo salgo a la superficie de noche, cuando hace más fresco. Entonces el cielo es negro y está adornado con multitud de pequeñas luces brillantes. Es muy bonito.
- ¿Pero nunca ha visto usted un cielo de color verde, rosa o marrón?
- No, de noche siempre está negro.
Mario
y Alberta dieron las gracias a la lagartija, se despidieron y volaron
hacia la selva. Fue muy difícil encontrar un lugar para aterrizar en
un sitio tan frondoso. Los árboles eran tan grandes que no dejaban
que la luz del sol llegara al suelo.
- Señora cacatúa – Mario se dirigía a un pájaro de bellos colores – dígame, ¿Qué colores tiene el cielo aquí?
- Pues, a veces está azul, pero otras está cubierto de nubes. Cuando llueve, todo se vuelve gris.
- ¿Y nunca está el cielo verde, amarillo, o rosa? - preguntó Mario.
- Pues no, creo que no, aunque con tantos árboles es difícil verlo.
Mario
y Alberta se alejaron de la señora Cacatúa un poco desilusionados
por su nuevo fracaso y continuaron su viaje. Pronto se encontraron
sobrevolando un gran océano.
- ¡Peces del agua!, ¿Me oís? Soy Mario, y me gustaría saber cómo es el cielo aquí, en medio de este gran océano. ¿Qué colores tiene?
- Glub, Glub, nosotros sólo vemos el cielo a través del agua. Es azul verdoso, con muchos reflejos brillantes. De noche, es negro. Glub, Glub. negro, de noche es negro. ¿Es ese el color que buscas?
- No, ese color no me vale. Gracias de todos modos.
Mario
estaba muy triste. Aún no había encontrado el cielo más bonito del
mundo y se acercaba el día de Nochebuena en el que toda su familia
se reunía a cenar y se intercambiaban regalos. Decidió volver a
casa y regalar a su abuelo uno de los cielos grises que había
pintado durante el otoño. Cuando Alberta comenzó sobrevolar el gran
rascacielos, sus padres, su hermana Ana, su abuelo y todos sus
pájaros lo estaban esperando en la azotea. Mario sintió una gran
emoción al verlos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas,
cayendo al asfalto como una suave lluvia. Fue entonces cuando salió
el Sol y todos los colores se derramaron por el cielo formando un
inmenso arco iris. Mario, con sus lágrimas, había pintado el cielo
más bonito del mundo y
toda su familia pudo disfrutar de él.
lunes, 27 de agosto de 2012
La máquina de la felicidad
La vida de Amparo estaba marcada por
la temprana muerte de su madre que sufría una fuerte depresión y se
suicidó a la edad de 45 años. Ni su padre, ni su hermano, ni ella
pudieron hacer nada para ayudarla. Amparo se preguntaba a menudo
cuáles podrían haber sido los motivos de su suicidio ¿Tendría su
madre una vida oculta que ni su hermano ni ella conocían? ¿Sería
la relación con su padre tan buena como parecía? Reiteradas veces
había intentado hablar con su padre de este tema, pero él siempre
repetía que la depresión era una enfermedad, como la gripe, que su
madre la había contraído sin causa aparente, y que no tenía
ninguna relación con ningún hecho de su vida. Durante los primeros
años de la enfermedad su madre lloraba y se quejaba de la vida
frecuentemente, pero luego simplemente callaba y rehuía cualquier
contacto humano. Sus ojos, que antes irradiaban felicidad, se
convirtieron poco a poco en pozos que conducían a la nada, a la
ausencia de emoción, a la oscuridad. Su sonrisa desapareció para
siempre y en su cara se perpetuó una mueca de dolor. Un día, hacía
ya más de 30 años, se suicidó.
Su hermano y ella, de distintas
maneras, habían dedicado su vida a luchar contra esa terrible
enfermedad. Su hermano era payaso. Se esforzaba en recrear en los
demás la risa que recordaba ver en su madre cuando él era niño, y
que un día sin que nadie supiera el porqué desapareció para
siempre. Amparo era médico y se había especializado en el
tratamiento de las depresiones. Su objetivo era ayudar a tantas
personas que sufrían la misma enfermedad que su madre. Junto con su
marido, habían creado un tratamiento que combinaba la medicación
con la realidad virtual. El tratamiento se basaba en proporcionar a
los pacientes cinco minutos diarios de felicidad. Durante cinco
minutos, conectados a la unidad de estimulación cerebral (eufemismo
técnico para designar a la máquina que creaba la realidad virtual)
el paciente vivía la vida que siempre soñó y experimentaba de
nuevo las sensaciones más placenteras y los momentos más felices de
su vida pasada. Estas vivencias eran capaces de proporcionar al
organismo una enorme cantidad de endorfinas que mejoraban
sensiblemente su estado de salud. El tratamiento inicialmente se
aplicó sólo a pacientes con graves síntomas de depresión, pero
pronto se empezó a utilizar para mejorar la calidad de vida de
personas con minusvalías o con enfermedades que requerían una largo
internamiento hospitalario. Recientemente se había empezado a
utilizar con ancianos que ya no podían vivir de manera independiente
y estaban recluidos en residencias. Durante cinco minutos, los
ancianos volvían a ser jóvenes fuertes y osados, a disfrutar del
amor, a abrazar a sus hijos o a jugar un partido de fútbol con los
amigos. Los ancianos llamaban “la máquina de la felicidad” al
milagroso artilugio y pronto se popularizó ese nombre entre todos
los visitantes y trabajadores de la clínica.
Amparo siempre había sido feliz. El
día que murió su madre se prometió a sí misma que, pasara lo que
pasase, ella siempre sería feliz. Nunca se dejaría abatir por los
problemas o desgracias que le sucedieran y aprovecharía todos los
momentos para disfrutar de la vida. Como norma de conducta, todas
las noches dedicaba unos minutos a recordar todo lo bueno que tenía
y todo lo que le quedaba por conseguir. Ese carácter optimista la
había hecho muy popular entre sus amigos y le proporcionada una
fuerza casi ilimitada para la actividad física y el trabajo, lo que
la había ayudado a alcanzar también importantes logros
profesionales. Era, sin lugar a duda, un buen ejemplo de corazón y
motor para todos los que la rodeaban.
Pero desde hacía algún tiempo Amparo
pensaba con cierta preocupación en su futuro. Había llegado a esa
edad en la que uno se pregunta si su vida ha sido tan buena como
esperaba o si aún le queda algo por hacer. A esa edad, en que por
primera vez se vislumbra el final del camino, ya queda menos
trayecto por delante del que ya se ha andado y hay que empezar a
administrar los recursos con sabiduría. Ya no se puede dejar nada
para después. A pesar de su felicidad, Amparo se resistía a pensar
que ya hubiera alcanzado la cima de su vida y quería encontrar un
nuevo camino que recorrer, una nueva ilusión por la que luchar. Se
le había ocurrido que la mejor manera de encontrarlo era conectarse
a la “máquina de la felicidad”. La máquina le ayudaría a saber
cual era la vida perfecta para ella, la vida que su subconsciente
podría anhelar y que ella nunca se había atrevido a conocer. Por
supuesto, esos pensamientos no podía comentarlos con su marido ni
con sus hijos. No podía permitir que su familia pensara que ella no
era feliz con ellos. Sólo se lo había contado a su mejor amiga,
Carmen, que prudentemente le había aconsejado que no lo hiciera.
- Amparo, tu ya tienes la felicidad.
No necesitas la máquina ¿No es mejor vivir de la realidad que de la
ficción, aunque sea la creada por tu propio cerebro? - Los
argumentos de Carmen eran razonables, pero no habían conseguido
disuadir a Amparo que cada día se sentía más deseosa de probar sus
cinco minutos de dicha. Además, como médico sabía que en el fondo
todo lo que vivimos es en cierto modo nuestra ficción de la realidad
¿Por qué no ir un poco más allá?
Hoy Amparo cumplía 45 años y quería
que fuese un día muy especial. A primera hora salió de su casa
camino al trabajo después de dar un beso a su marido y a sus hijos.
Cuando llegó a la consulta, aún no había nadie. La enfermera se
había cogido el día libre para acompañar a su madre al hospital y
los enfermos no comenzarían a llegar hasta las 10:00. A Amparo le
gustaba llegar la primera a la clínica, así podía sentarse, tomar
un café, leer el correo, y repasar los expedientes de los pacientes
con tranquilidad y sin interrupción. Pero hoy no estaba concentrada
en los expedientes médicos. Su pensamiento estaba junto a la
“máquina de la felicidad” y la experiencia que con ella podría
vivir. No haría daño a nadie. Serían sólo cinco minutos, luego
volvería a su mesa, y continuaría con su trabajo como todos los
días.
Amparo se levantó lentamente mirando
hacia los lados, como para comprobar que nadie la observaba aunque
sabía que la consulta estaba vacía, y se tumbó en el diván donde
se les aplicaba el tratamiento a los pacientes. Programó la máquina
para una sesión de cinco minutos y, con las manos temblorosas, la
conectó. No sabía lo que iba a pasar. Tal vez apareciese en una
playa del Caribe acompañada por un hombre joven y apuesto, o sería
una escritora famosa firmando libros en unos grandes almacenes, o una
heroína ayudando a los niños necesitados en el corazón de África.
En cualquier caso, sabría qué es lo que más feliz la podría hacer
en esta vida.
Sorprendentemente, lo que vio Amparo
fue algo muy distinto. Se encontraba tumbada en la cama de un
hospital rodeada de un hombre y dos niños que la observaban con
ansiedad. La niña parecía mayor y agarraba la mano de su padre
buscando protección. El niño, más pequeño, llevaba la cara
pintada y un disfraz de payaso que le hacía parecer salido de una
fiesta de cumpleaños. Su cara revelaba un sentimiento de
preocupación que no lograban ocultar los colores del maquillaje.
Pronto comprendió lo que estaba ocurriendo. Lo que había creído
que era su vida, era en realidad su sueño de felicidad. Y lo que
estaba viendo era su propia familia que esperaba mientras ella se
sometía al tratamiento en “la máquina de la felicidad”. En ese
momento empezó a recordar el profundo sufrimiento en el que llevaba
viviendo desde hacía ya algunos años, las pastillas, las sesiones
con el psicólogo, el sentimiento de impotencia y desesperación al
verse incapaz de cuidar de sus propios hijos, y no pudo enfrentarse a
la idea de volver. Reunió la fuerza y determinación que le habían
proporcionado sus cinco minutos de felicidad, contuvo la respiración
y murió antes de la desconexión. Años después su hija fundó una
clínica destinada al tratamiento de enfermedades mentales.
martes, 1 de mayo de 2012
Gafas para no ver
Todos parecían felices. Hablaban, reían, se abrazaban, y lo que es más difícil, sonreían cuando nadie les miraba, sonreían en ese instante fugaz en que nuestra cara pierde su carácter de máscara social para reflejar angustia.
“¿Qué pasará?”- pensó Luisa - “Tal vez ellos no sepan nada de la crisis económica, tal vez a ninguno le hayan bajado el sueldo, tal vez no tengan noticias del hambre en África, ni de tantos enfermos.”
Luisa continuó llenando las copas de tan ilustres comensales. Se movía grácil y silenciosamente entre ellos escuchando sus animadas conversaciones y mirando con fascinación sus alegres semblantes. Ninguno de ellos advertía la presencia de la triste intrusa que repartía licores y canapés. Los rápidos y atareados pasos de Luisa trazaban caminos invisibles para los invitados.
Al terminar el ágape, todos aplaudieron y el anfitrión repartió unas divertidas gafas como recordatorio de tan memorable noche. Las gafas eran negras para dar un aspecto misterioso al portador, y tenían una inscripción en la patilla “Gafas para no ver” . Luisa robó unas para llevárselas a sus hijos. Al salir se las puso y empezó a caminar sonriendo.
-“Ahora lo entiendo todo”- murmuró para sí.
Desgraciadamente, las gafas no pudieron evitar el dolor y la pobreza que le esperaban en su humilde hogar.
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