martes, 10 de diciembre de 2013

Uno de príncipes

Y el pequeño príncipe llegó a un planeta desierto.
- ¿Dónde están todos?
- Se fueron - respondió la escasa hierba amarillenta que quedaba en el suelo.
- ¿Y por qué?
- No sé, creo que no les gustó mi sabor.
El príncipe, entristecido, comenzó a volar. Mientras se alejaba, observó las llanuras cubiertas con los cuerpos de los animales que habían muertos envenenados.
A la hierba no le gustaba que la pisaran.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Los amantes


Esta es la historia de dos árboles que se amaban. Vivían en una ciudad cuadriculada, donde todas las casas eran pequeños cuadrados, que estaban en medio de un jardín cuadrado, y se alineaban a lo largo de filas y columnas formando a su vez un cuadrado mayor, como un tablero de ajedrez. En esa ciudad, todos los habitantes eran muy aficionados al ajedrez y se pasaban el día haciendo complicados cálculos e ideando estrategias para ganar partidas. Sólo los árboles y los niños tenían tiempo para enamorarse. Félix y Mabel eran dos abetos frondosos que vivían en sendas casas situadas en las esquinas opuestas del pueblo, muy alejados el uno del otro. No podía oler sus hojas, ni siquiera se podían ver. Todas las mañanas, al salir el sol, Félix lanzaba palabras de amor al aire y el viento las llevaba hacia Mabel. Al anochecer, Mabel respondía con palabras aún más bonitas para su amado, que el viento las llevaba hasta Félix. Pero un día el viento cambió de dirección, y las palabras de amor dejaron de llegar. Durante un tiempo los dos se siguieron amando y esperaron pacientes el nuevo viento. Pero el tiempo pasaba y el viento no llegaba. Félix y Mabel comenzaron a mirar hacia otro lado. Félix empezó a jugar a la ajedrez con los humanos, y llegó a ser un árbol muy famoso, el único capaz de codearse con los habitantes más sabios de la ciudad. Mabel, entristecida, miró hacia abajo. Al principio no veía nada, pero con el tiempo advirtió que unas pequeñas flores blancas crecían entre el césped ¡Parecían tan débiles! Con gran ternura, Mabel dejó caer palabras de amor sobre las florecillas que agradecidas crecieron más fuertes. Con tanta fuerza crecieron, que el suelo se cubrió con un manto blanco del que surgía un hermoso aroma que ascendía hasta la copa de Mabel y la llenaba de alegría. Desde entonces, nadie se preocupa de la dirección del viento en esa ciudad.

domingo, 26 de mayo de 2013

La vida rosa


Todos miraban al cielo mientras caían hermosos copos rosas sobre sus cabezas ¡Qué apetitosos parecían! Su aroma se extendía por todo el país de los cuentos y los ogros, hadas, princesas, trasgos, dragones, duendes y brujas, todos querían probarlos. El terrible ogro, acostumbrado a comer niños y cachorros de animales, no pudo resistir la tentación y cogió un puñado en sus manos para metérselos en la boca. La princesa Margarita, la más bella del todo el país, ésa que nunca comía chucherías para no mancharse, los guardó en el bolsillo de su delantal y se los llevó a casa para cenar. El dragón Felix, el mejor y más audaz dragón volador, ganador de todas las carreras y comedor insaciable de barritas energéticas, abrió su gran boca, la llenó de copos y la cerró. Los trasgos, como eran muy tragones, engulleron todos los que pudieron. Incluso la bruja, que había salido al bosque a recoger plantas para preparar el veneno de las manzanas, se olvidó de su tarea y comenzó a recoger los copos rosas que caían del cielo. Y así, poco a poco, todos los habitantes del país de los cuentos probaron tan suave y exquisito manjar. Cual sería su sorpresa, cuando después de unas horas, todos empezaron a ver rosa. Donde antes habían visto árboles, arroyos, flores y amigos, ahora sólo veían una especie de niebla rosa. Esperaron a la noche, pensando que la niebla desaparecería y verían el cielo. Pero no fue así, simplemente la niebla se oscureció y aparecieron las estrellas. Todos estaban asustados. ¿Qué les había pasado? ¿Ya no volverían a ver nunca? ¿Qué podían hacer? Sólo había una solución, subir a la montaña mágica y llamar al gran mago Merlín. Merlín era el mago más poderoso del país y seguro que sabría qué hacer. Juntos, todos los habitantes del país de los cuentos ascendieron hasta la cima de la gran montaña mágica y comenzaron a gritar una y otra vez el nombre de Merlín: “¡MERLIN!”. Pero Merlín no apareció, y después de esperar unos días, todos se sentían hambrientos y cansados, y decidieron bajar para comenzar una nueva vida. El ogro ya no comía niños sino las exquisitas frutas de su jardín. Margarita no podía ver el vestido que llevaba puesto, así que poco a poco se olvidó de las manchas y disfrutaba tumbándose en la hierba. El dragón Felix ya no volaba, se dedicaba a ayudar a los demás en las tareas más duras. Los trasgos olvidaron lo feos que eran y se creían muy guapos y apuestos. Lo curioso es que los demás también lo empezaron a creer y todo el mundo los amaba. La temida bruja dejó de cocinar los venenos para manzanas y comenzó a fabricar perfumes. Y así pasó mucho, mucho tiempo, tanto, que aunque parezca sorprendente, todos olvidaron lo que eran.

Un día 25 de Abril, Merlín volvió. Había estado muchos años jugando una reñida partida de ajedrez con su primo el mago Artabán, y por eso no había acudido a la llamada de sus amigos. Merlín quedó muy impresionado al ver la terrible enfermedad que aquejaba a todos los habitantes del país, y rápidamente cogió su varita y dijo las palabras mágicas “Salutín Salatón” para devolverles la salud. Por arte de magia, la niebla rosa que hasta entonces les había nublado la vista desapareció y todos comenzaron a ver de nuevo los árboles, los arroyos, las flores, los amigos y a ellos mismos. Al verse reflejados en el agua, los ogros recordaron quiénes eran y que su deber era cazar y comer niños. Margarita recordó que era una princesa y dejó de revolcarse en la hierba. Félix comenzó a entrenar para ganar todas las carreras y se olvidó de sus amigos. Y la bruja cerró su tienda de perfumes y volvió a fabricar veneno. Los que peor lo pasaron fueron los pobres trasgos, que durante mucho tiempo se habían sentido guapos y admirados, y ahora volvían a ser feos y antipáticos. De esa manera, todo volvió a la normalidad.

Pero la normalidad no siempre es sinónimo de felicidad, y los habitantes de país del los cuentos no pudieron olvidar su vida cuando sólo veían rosa. La alegría inicial que sintieron por haber recuperado la vista, se fue transformando poco a poco en añoranza. Ese año, cuando acabó el verano, todos los habitantes del país de los cuentos se volvieron a reunir en la cima de la gran montaña mágica para pedir a Merlín que hiciese llover los copos rosas de nuevo.










viernes, 15 de marzo de 2013


En Busca del Tesoro

Todos buscamos un tesoro en la vida. Karl comenzó su búsqueda una noche de verano, cuando sentado en su despacho, volvió a escuchar ese molesto ruido que continuamente interfería las comunicaciones entre Europa y América. Eran principios de los años 30 en Estados Unidos, el país estaba sumido en la Gran Depresión y la cruel realidad invitaba a explorar nuevas posibilidades. Las ondas radio eran la modernidad y el mundo empezaba a expandirse hacia la globalidad, o como ahora diríamos en sentido peyorativo, la globalización.

Karl trabajaba para la Bell Telephone Company en un proyecto dedicado a mejorar las comunicaciones transoceánicas. El principal problema eran las frecuentes interferencias que dificultaban, y a veces impedían, la comunicación con el interlocutor. Ya había conseguido identificar el origen de las interferencias más importantes, pero había una, la más débil, que no conseguía explicar. Era un ruido débil, que a veces se extinguía, pero siempre volvía otra vez. Tantas veces lo había oído, que casi podía predecir cuándo iba a aparecer. No podía deberse a un fenómeno transitorio como una tormenta sobre el Atlántico pues llevaba escuchándolo varios meses. Tampoco podía provenir de un lugar en la Tierra o en la atmósfera, porque desaparecía con la rotación terrestre. Su corazón rechazaba temeroso la única explicación que su cerebro apuntaba como válida: tenía un origen extra-terrestre. Sabía que era una locura pensar tal cosa, que todo el mundo iba a mofarse de él. A pesar de eso, su mente ardía de emoción ante tal posibilidad. Con la segunda guerra mundial cercana, Karl pensó que podría tratarse de una batalla entre civilizaciones alienígenas. También podría ser el SOS de un ser perdido en el espacio que vagaba buscando un hogar mejor. Atormentado a la vez que excitado por estos pensamientos, Karl persiguió aquel extraño ruido durante varios años hasta llegar a la conclusión más sorprendente de todas: lo que estaba oyendo no provenía de otro planeta del Sistema Solar, ni de una estrella cercana, sino del centro de nuestra Galaxia.

Esa noche Karl estaba esperando a que el ruido apareciera de nuevo. Debía aparecer exactamente a la hora predicha para así confirmar su teoría. Su inquietud era tal, que había pedido a su mujer que le acompañase en el momento decisivo. El ruido apareció y así, sin avisar y humildemente, como siempre empiezan las cosas importantes, comenzó una nueva etapa en el conocimiento del Universo. Las ondas de radio no solo habían logrado expandir el mundo hasta hacerlo global, habían expandido nuestro universo hasta llegar a los confines de la Vía Láctea.


A la memoria de Karl Guthe Jansky (1905 – 1950).

viernes, 30 de noviembre de 2012

El pintor de cielos



Mario vivía en el último piso de un gran rascacielos en medio de la ciudad. A menudo miraba por la ventana para ver el los tejados de las otras casas y observar el cielo. Lo que más le gustaba a Mario era pintar cielos. Tenía una gran variedad de ellos y siempre los regalaba a su familia por Navidad. Papá prefería los cielos azules, luminosos, sin una sola nube. Ana, su hermana, siempre elegía los que estaban cubiertos por nubes blancas, filamentosas, como una hermosa cabellera. Mamá prefería las nubes redondas, esponjosas, blandas, como el algodón. Algunas veces, muy pocas, Mario se enfadaba y entonces pintaba cielos con nubes negras, de tormenta. Pero estos no le gustaban a nadie.

Los amigos preferidos de Mario eran los pájaros. En su azotea anidaban pájaros de todas las especies que con sus colores y cánticos le alegraban todas las mañanas y todos los atardeceres. El pájaro más grande de todos era la cigüeña Alberta que era casi tan grande como mamá. Mario, que no pesaba mucho, se montaba en su espalda y ambos sobrevolaban la ciudad. Cuando volaba, Mario se imaginaba que sus problemas se quedaban a pie de calle mientras él los saludaba desde lejos y se sentía muy feliz. A Alberta no le sentaba bien el frío y siempre se iba a Africa durante los inviernos dejando a Mario sin sus fabulosos vuelos. Pero ese año el invierno había sido muy cálido y Alberta se había quedado a su lado.

Pronto llegaría la Navidad y las calles ya estaban adornadas con luces de colores. Los árboles, los belenes, los villancicos y los grandes centros comerciales repletos de juguetes anunciaban que Papá Noel y los Reyes Magos estaban preparándose para su reparto de juguetes anual. Pero al contrario que la mayoría de los niños, Mario no se sentía feliz, más bien estaba preocupado. Una de las personas que más quería en el mundo, su abuelo, había estado muy enfermo ese año y Mario quería hacerle un regalo muy especial el día de Nochebuena, quería regalarle “el cielo más bonito del mundo”. Pero ¿cuál era el cielo más bonito del mundo? Desde su ventana sólo se veían cielos azules y grises. Tal vez en algún país lejano hubiera cielos extraordinariamente hermosos, con colores vivos como el rojo, rosa, violeta, verde, amarillo, marrón... que él nunca había visto. Si quería pintar el cielo más bonito del mundo, tendría que salir a buscarlo. Aunque le daba un poco de miedo, Mario decidió emprender tan arriesgada aventura a lomos de su amiga Alberta y el primer día de Diciembre salieron juntos a buscar el cielo más bonito del mundo. El corazón de Mario latía muy deprisa porque era él nunca había ido tan lejos, cuando Alberta, segura y majestuosa como la reina de los cielos que era, levantó el vuelo y puso rumbo a los lugares más alejados y exóticos.

El primer lugar que visitaron fue un extenso desierto. Desde lo alto, se veía un enorme mar de arena de color marrón. Todo estaba muy vacío. No se veía nadie a quien poder preguntar. Mario ya había decidido irse cuando, repentinamente, salió una graciosa lagartija de entre la arena.
  • Buenos días, señora lagartija- dijo Mario-. Estoy buscando el cielo más bonito del mundo ¿Lo ha visto usted?
  • Yo no sé mucho sobre el cielo. Generalmente estoy entre la arena, y solo salgo a la superficie de noche, cuando hace más fresco. Entonces el cielo es negro y está adornado con multitud de pequeñas luces brillantes. Es muy bonito.
  • ¿Pero nunca ha visto usted un cielo de color verde, rosa o marrón?
  • No, de noche siempre está negro.

Mario y Alberta dieron las gracias a la lagartija, se despidieron y volaron hacia la selva. Fue muy difícil encontrar un lugar para aterrizar en un sitio tan frondoso. Los árboles eran tan grandes que no dejaban que la luz del sol llegara al suelo.
  • Señora cacatúa – Mario se dirigía a un pájaro de bellos colores – dígame, ¿Qué colores tiene el cielo aquí?
  • Pues, a veces está azul, pero otras está cubierto de nubes. Cuando llueve, todo se vuelve gris.
  • ¿Y nunca está el cielo verde, amarillo, o rosa? - preguntó Mario.
  • Pues no, creo que no, aunque con tantos árboles es difícil verlo.

Mario y Alberta se alejaron de la señora Cacatúa un poco desilusionados por su nuevo fracaso y continuaron su viaje. Pronto se encontraron sobrevolando un gran océano.
  • ¡Peces del agua!, ¿Me oís? Soy Mario, y me gustaría saber cómo es el cielo aquí, en medio de este gran océano. ¿Qué colores tiene?
  • Glub, Glub, nosotros sólo vemos el cielo a través del agua. Es azul verdoso, con muchos reflejos brillantes. De noche, es negro. Glub, Glub. negro, de noche es negro. ¿Es ese el color que buscas?
  • No, ese color no me vale. Gracias de todos modos.

Mario estaba muy triste. Aún no había encontrado el cielo más bonito del mundo y se acercaba el día de Nochebuena en el que toda su familia se reunía a cenar y se intercambiaban regalos. Decidió volver a casa y regalar a su abuelo uno de los cielos grises que había pintado durante el otoño. Cuando Alberta comenzó sobrevolar el gran rascacielos, sus padres, su hermana Ana, su abuelo y todos sus pájaros lo estaban esperando en la azotea. Mario sintió una gran emoción al verlos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas, cayendo al asfalto como una suave lluvia. Fue entonces cuando salió el Sol y todos los colores se derramaron por el cielo formando un inmenso arco iris. Mario, con sus lágrimas, había pintado el cielo más bonito del mundo y toda su familia pudo disfrutar de él.

lunes, 27 de agosto de 2012

La máquina de la felicidad



La vida de Amparo estaba marcada por la temprana muerte de su madre que sufría una fuerte depresión y se suicidó a la edad de 45 años. Ni su padre, ni su hermano, ni ella pudieron hacer nada para ayudarla. Amparo se preguntaba a menudo cuáles podrían haber sido los motivos de su suicidio ¿Tendría su madre una vida oculta que ni su hermano ni ella conocían? ¿Sería la relación con su padre tan buena como parecía? Reiteradas veces había intentado hablar con su padre de este tema, pero él siempre repetía que la depresión era una enfermedad, como la gripe, que su madre la había contraído sin causa aparente, y que no tenía ninguna relación con ningún hecho de su vida. Durante los primeros años de la enfermedad su madre lloraba y se quejaba de la vida frecuentemente, pero luego simplemente callaba y rehuía cualquier contacto humano. Sus ojos, que antes irradiaban felicidad, se convirtieron poco a poco en pozos que conducían a la nada, a la ausencia de emoción, a la oscuridad. Su sonrisa desapareció para siempre y en su cara se perpetuó una mueca de dolor. Un día, hacía ya más de 30 años, se suicidó.

Su hermano y ella, de distintas maneras, habían dedicado su vida a luchar contra esa terrible enfermedad. Su hermano era payaso. Se esforzaba en recrear en los demás la risa que recordaba ver en su madre cuando él era niño, y que un día sin que nadie supiera el porqué desapareció para siempre. Amparo era médico y se había especializado en el tratamiento de las depresiones. Su objetivo era ayudar a tantas personas que sufrían la misma enfermedad que su madre. Junto con su marido, habían creado un tratamiento que combinaba la medicación con la realidad virtual. El tratamiento se basaba en proporcionar a los pacientes cinco minutos diarios de felicidad. Durante cinco minutos, conectados a la unidad de estimulación cerebral (eufemismo técnico para designar a la máquina que creaba la realidad virtual) el paciente vivía la vida que siempre soñó y experimentaba de nuevo las sensaciones más placenteras y los momentos más felices de su vida pasada. Estas vivencias eran capaces de proporcionar al organismo una enorme cantidad de endorfinas que mejoraban sensiblemente su estado de salud. El tratamiento inicialmente se aplicó sólo a pacientes con graves síntomas de depresión, pero pronto se empezó a utilizar para mejorar la calidad de vida de personas con minusvalías o con enfermedades que requerían una largo internamiento hospitalario. Recientemente se había empezado a utilizar con ancianos que ya no podían vivir de manera independiente y estaban recluidos en residencias. Durante cinco minutos, los ancianos volvían a ser jóvenes fuertes y osados, a disfrutar del amor, a abrazar a sus hijos o a jugar un partido de fútbol con los amigos. Los ancianos llamaban “la máquina de la felicidad” al milagroso artilugio y pronto se popularizó ese nombre entre todos los visitantes y trabajadores de la clínica.

Amparo siempre había sido feliz. El día que murió su madre se prometió a sí misma que, pasara lo que pasase, ella siempre sería feliz. Nunca se dejaría abatir por los problemas o desgracias que le sucedieran y aprovecharía todos los momentos para disfrutar de la vida. Como norma de conducta, todas las noches dedicaba unos minutos a recordar todo lo bueno que tenía y todo lo que le quedaba por conseguir. Ese carácter optimista la había hecho muy popular entre sus amigos y le proporcionada una fuerza casi ilimitada para la actividad física y el trabajo, lo que la había ayudado a alcanzar también importantes logros profesionales. Era, sin lugar a duda, un buen ejemplo de corazón y motor para todos los que la rodeaban.

Pero desde hacía algún tiempo Amparo pensaba con cierta preocupación en su futuro. Había llegado a esa edad en la que uno se pregunta si su vida ha sido tan buena como esperaba o si aún le queda algo por hacer. A esa edad, en que por primera vez se vislumbra el final del camino, ya queda menos trayecto por delante del que ya se ha andado y hay que empezar a administrar los recursos con sabiduría. Ya no se puede dejar nada para después. A pesar de su felicidad, Amparo se resistía a pensar que ya hubiera alcanzado la cima de su vida y quería encontrar un nuevo camino que recorrer, una nueva ilusión por la que luchar. Se le había ocurrido que la mejor manera de encontrarlo era conectarse a la “máquina de la felicidad”. La máquina le ayudaría a saber cual era la vida perfecta para ella, la vida que su subconsciente podría anhelar y que ella nunca se había atrevido a conocer. Por supuesto, esos pensamientos no podía comentarlos con su marido ni con sus hijos. No podía permitir que su familia pensara que ella no era feliz con ellos. Sólo se lo había contado a su mejor amiga, Carmen, que prudentemente le había aconsejado que no lo hiciera.

- Amparo, tu ya tienes la felicidad. No necesitas la máquina ¿No es mejor vivir de la realidad que de la ficción, aunque sea la creada por tu propio cerebro? - Los argumentos de Carmen eran razonables, pero no habían conseguido disuadir a Amparo que cada día se sentía más deseosa de probar sus cinco minutos de dicha. Además, como médico sabía que en el fondo todo lo que vivimos es en cierto modo nuestra ficción de la realidad ¿Por qué no ir un poco más allá?

Hoy Amparo cumplía 45 años y quería que fuese un día muy especial. A primera hora salió de su casa camino al trabajo después de dar un beso a su marido y a sus hijos. Cuando llegó a la consulta, aún no había nadie. La enfermera se había cogido el día libre para acompañar a su madre al hospital y los enfermos no comenzarían a llegar hasta las 10:00. A Amparo le gustaba llegar la primera a la clínica, así podía sentarse, tomar un café, leer el correo, y repasar los expedientes de los pacientes con tranquilidad y sin interrupción. Pero hoy no estaba concentrada en los expedientes médicos. Su pensamiento estaba junto a la “máquina de la felicidad” y la experiencia que con ella podría vivir. No haría daño a nadie. Serían sólo cinco minutos, luego volvería a su mesa, y continuaría con su trabajo como todos los días.

Amparo se levantó lentamente mirando hacia los lados, como para comprobar que nadie la observaba aunque sabía que la consulta estaba vacía, y se tumbó en el diván donde se les aplicaba el tratamiento a los pacientes. Programó la máquina para una sesión de cinco minutos y, con las manos temblorosas, la conectó. No sabía lo que iba a pasar. Tal vez apareciese en una playa del Caribe acompañada por un hombre joven y apuesto, o sería una escritora famosa firmando libros en unos grandes almacenes, o una heroína ayudando a los niños necesitados en el corazón de África. En cualquier caso, sabría qué es lo que más feliz la podría hacer en esta vida.

Sorprendentemente, lo que vio Amparo fue algo muy distinto. Se encontraba tumbada en la cama de un hospital rodeada de un hombre y dos niños que la observaban con ansiedad. La niña parecía mayor y agarraba la mano de su padre buscando protección. El niño, más pequeño, llevaba la cara pintada y un disfraz de payaso que le hacía parecer salido de una fiesta de cumpleaños. Su cara revelaba un sentimiento de preocupación que no lograban ocultar los colores del maquillaje. Pronto comprendió lo que estaba ocurriendo. Lo que había creído que era su vida, era en realidad su sueño de felicidad. Y lo que estaba viendo era su propia familia que esperaba mientras ella se sometía al tratamiento en “la máquina de la felicidad”. En ese momento empezó a recordar el profundo sufrimiento en el que llevaba viviendo desde hacía ya algunos años, las pastillas, las sesiones con el psicólogo, el sentimiento de impotencia y desesperación al verse incapaz de cuidar de sus propios hijos, y no pudo enfrentarse a la idea de volver. Reunió la fuerza y determinación que le habían proporcionado sus cinco minutos de felicidad, contuvo la respiración y murió antes de la desconexión. Años después su hija fundó una clínica destinada al tratamiento de enfermedades mentales.

martes, 1 de mayo de 2012

Gafas para no ver

Todos parecían felices. Hablaban, reían, se abrazaban, y lo que es más difícil, sonreían cuando nadie les miraba, sonreían en ese instante fugaz en que nuestra cara pierde su carácter de máscara social para reflejar angustia. “¿Qué pasará?”- pensó Luisa - “Tal vez ellos no sepan nada de la crisis económica, tal vez a ninguno le hayan bajado el sueldo, tal vez no tengan noticias del hambre en África, ni de tantos enfermos.” Luisa continuó llenando las copas de tan ilustres comensales. Se movía grácil y silenciosamente entre ellos escuchando sus animadas conversaciones y mirando con fascinación sus alegres semblantes. Ninguno de ellos advertía la presencia de la triste intrusa que repartía licores y canapés. Los rápidos y atareados pasos de Luisa trazaban caminos invisibles para los invitados. Al terminar el ágape, todos aplaudieron y el anfitrión repartió unas divertidas gafas como recordatorio de tan memorable noche. Las gafas eran negras para dar un aspecto misterioso al portador, y tenían una inscripción en la patilla “Gafas para no ver” . Luisa robó unas para llevárselas a sus hijos. Al salir se las puso y empezó a caminar sonriendo. -“Ahora lo entiendo todo”- murmuró para sí. Desgraciadamente, las gafas no pudieron evitar el dolor y la pobreza que le esperaban en su humilde hogar.